El coronel no parpadeó cuando
ordenó la ejecución. Su voz retumbó en el frío de la madrugada como el disparo
de un fusil. A sus espaldas, el cielo apenas comenzaba a deshacerse en una
ceniza pálida, y los soldados, con las bayonetas al hombro, aguardaban el
desenlace con la impaciencia de quien cumple un designio fatal.
Los catorce hombres fueron
sacados de la celda de piedra donde pasaron la noche. Les habían atado de dos
en dos con sogas de cáñamo, como si fueran bueyes condenados a arar la tierra
del infierno. Los llamaban "los matrimonios", y aquellos que habían
tenido arrestos para reír lo hacían con el humor de los verdugos.
Los dos primeros, desnudos fueron
conducidos hasta el borde del precipicio, que descendía hasta las entrañas de
la montaña. La bruma era espesa y parecía moverse con una conciencia propia,
como si quisiera ocultar la infamia que estaba a punto de ocurrir. En ese
momento comenzó a gritar el más veterano, un anciano de barba espesa y mirada
de jaguar. Gritaba frases desesperadas, invocando el nombre de los suyos,
llamando al dios que su pueblo adoraba desde la llegada de los
conquistadores.
El más joven, un muchacho apenas
cubierto de cicatrices de guerra, lo miró con pena. Se serenó frente a la
muerte. Su voz, en cambio, no dijo nada, pero en sus ojos había una llamarada
de odio y resignación.
Quisieron acabar con aquello lo
más pronto posible y empezaron a empujarlos. El viento se llevó los rezos, los
insultos, las súplicas que se mezclaban en el aire como un solo alarido. Uno
tras otro comenzaron a rodar en el precipicio, atados el uno al otro,
arrastrando su último grito por las paredes de las rocas.
Cuando el eco de la caída se
extinguió, el coronel montó su caballo y dio la orden de retirada. La bruma se
encargó de borrar todo rastro de lo ocurrido, como si la montaña misma quisiera
olvidar el crimen. Pero en el pueblo de Pasto, la memoria de los muertos
seguiría viva, vagando entre los vivos, susurrando en los oídos de los hijos y
nietos, hasta el día en que el olvido se rinda ante la justicia.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario