viernes, 31 de enero de 2025

EL REGRESO


Las botas golpeaban el pavimento como si no fueran suyas. El cuerpo, huesudo y deshilachado, avanzaba sin prisa, con la parsimonia de quien ha olvidado que existe un destino. La guerra se le había pegado a la piel, pero más aún al pensamiento, y ahora no podía evitar imaginarse en trincheras cada vez que oía el eco de sus propios pasos.



Era el hambre lo que le sugería esos pensamientos: él lo sabía, conocía el hambre, los juegos de la fantasía de los días de hambre. Y ahora, entre la niebla del regreso, el hambre jugaba con él.



La calle se estiraba como un túnel sin final. A la izquierda, la panadería de don Efraín. Cerrada. A la derecha, la tienda donde antes fiaban el arroz y la sal. Desierta. La ciudad era un cascarón vacío, un recuerdo de lo que había sido cuando él partió con un fusil al hombro y la certeza de que el destino se podía torcer a punta de voluntad. Qué ingenuo.



Pensó en su esposa. En la última vez que la vio. ¿Cuánto hacía? ¿Tres años? ¿Cuatro? La imaginó como en la foto que llevaba en el bolsillo del abrigo: los ojos negros como dos pozos, el pelo enredado en la brisa, los labios entreabiertos como si fuera a decirle algo importante y se hubiera arrepentido en el último segundo. Apretó los dedos en torno al papel ajado.



Faltaban pocas cuadras. El estómago rugió. Cerró los ojos un instante, lo suficiente para que el recuerdo lo envolviera: la cocina pequeña, el olor a café, el ruido de los platos al ser acomodados en la mesa. “Hoy haremos arroz con huevo”, decía ella, como si fuera una gran fiesta. Y él reía porque era su voz lo que lo alimentaba, no el arroz, no el huevo, sino ella.



Tragó saliva y apuró el paso.



Ahí estaba la casa. La misma puerta azul con la pintura descascarada, el mismo umbral donde alguna vez se sentó a esperar el futuro.



Respiró hondo. Tocó.



Adentro, se oyó el arrastre de unos pies descalzos.



Esperó.

La puerta se abrió… Pero no lo vieron.




Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

 

 

jueves, 30 de enero de 2025

LOS MATRIMONIOS DE LA MUERTE

 

 

El coronel no parpadeó cuando ordenó la ejecución. Su voz retumbó en el frío de la madrugada como el disparo de un fusil. A sus espaldas, el cielo apenas comenzaba a deshacerse en una ceniza pálida, y los soldados, con las bayonetas al hombro, aguardaban el desenlace con la impaciencia de quien cumple un designio fatal. 

 

Los catorce hombres fueron sacados de la celda de piedra donde pasaron la noche. Les habían atado de dos en dos con sogas de cáñamo, como si fueran bueyes condenados a arar la tierra del infierno. Los llamaban "los matrimonios", y aquellos que habían tenido arrestos para reír lo hacían con el humor de los verdugos. 

 

Los dos primeros, desnudos fueron conducidos hasta el borde del precipicio, que descendía hasta las entrañas de la montaña. La bruma era espesa y parecía moverse con una conciencia propia, como si quisiera ocultar la infamia que estaba a punto de ocurrir. En ese momento comenzó a gritar el más veterano, un anciano de barba espesa y mirada de jaguar. Gritaba frases desesperadas, invocando el nombre de los suyos, llamando al dios que su pueblo adoraba desde la llegada de los conquistadores. 

 

El más joven, un muchacho apenas cubierto de cicatrices de guerra, lo miró con pena. Se serenó frente a la muerte. Su voz, en cambio, no dijo nada, pero en sus ojos había una llamarada de odio y resignación. 

 

Quisieron acabar con aquello lo más pronto posible y empezaron a empujarlos. El viento se llevó los rezos, los insultos, las súplicas que se mezclaban en el aire como un solo alarido. Uno tras otro comenzaron a rodar en el precipicio, atados el uno al otro, arrastrando su último grito por las paredes de las rocas. 

 

Cuando el eco de la caída se extinguió, el coronel montó su caballo y dio la orden de retirada. La bruma se encargó de borrar todo rastro de lo ocurrido, como si la montaña misma quisiera olvidar el crimen. Pero en el pueblo de Pasto, la memoria de los muertos seguiría viva, vagando entre los vivos, susurrando en los oídos de los hijos y nietos, hasta el día en que el olvido se rinda ante la justicia.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



VERANO Y VÉRTIGO


El calor le chupaba la piel, le abría grietas en los labios y le llenaba los pies de polvo. Era un paseo familiar, de esos en los que los tíos beben, las mamás cuchichean y los primos más grandes se creen dueños del río. Pero a él lo único que le importaba era el agua, y esa sensación en el estómago cuando los pies tocaban el fondo resbaloso. 

 

Entonces la vio. 

 

Tenía marrón la piel de la cara, del cuello, del pecho, tal vez porque andaba siempre así, medio desnuda. Se metía al río con la facilidad de quien pertenece a él, con las rodillas llenas de raspones y el cabello mojado pegado a la espalda. Ella nunca había visto a un chico con el pelo tan largo. Pero no importaba. Se llamaba Ángela y se reía como si el agua la hiciera cosquillas por dentro. 

 

Lo miró y le dijo: 

 

- ¿No te da miedo? 

 

No le dio tiempo de responder. Lo agarró de la muñeca y tiró de él hacia la parte más honda. Él sintió el agua tragárselo, sintió el frío cortándole los muslos, sintió el pulso de su corazón en los oídos. Con la nariz a ras de agua, vio sus piernas moverse con la seguridad de un pez, vio sus manos abrirse y las mariposas sueltas en el aire desplegaron las alas y los hermosos colores. 

 

Después caminaron por la orilla. Ella sacó lombrices largas y blandas de la tierra húmeda y se las mostró sin asco. Él no quiso tocar. 

 

-Eres un miedoso -dijo ella. 

 

Entonces él, con el pecho latiéndole como un tambor, la besó. No supo si la besó o si la boca de ella fue la que se le vino encima como una tormenta. Pero ahí estaban, temblorosos, con los labios apretados y los dedos llenos de barro. 

 

Esa noche, antes de dormir en la hamaca, la vio otra vez, descalza, con las piernas estiradas sobre la arena. Parecía una estatua olvidada en medio de la noche caliente. 

 

- ¿Te vas mañana? -preguntó ella, sin mirarlo. 

 

Él asintió. 

 

Era un rincón sombreado, con hojas húmedas y el eco de las ranas en la espesura. Pensó en las macetas de dalias de su casa, en la ciudad donde el calor no era real, en la sensación del agua envolviendo su cuerpo. 

 

Ella se levantó y le puso algo en la mano. 

 

-Para que no me olvides -dijo. 

 

Era una lombriz. 

 

Él la apretó en el puño y sintió su cuerpo blando revolverse entre sus dedos. No le dio miedo. 

 

Era verano, era vértigo, era la primera vez que el amor tenía la textura de la tierra mojada.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


martes, 28 de enero de 2025

TE INVITO

 

 

Te invito a caminar por mis horas, 

esas que se escapan del ruido del mundo, 

donde el aire es un eco de tu nombre 

y la luz apenas un roce, 

un rumor de deseo detenido en el umbral. 

 

Ven, despojémonos del tiempo 

bajo este cielo de sombras profundas. 

Quiero verte habitar el instante, 

morder la raíz de lo eterno, 

desgarrar con tus labios 

el velo entre lo perdido 

y lo inevitable. 

 

Porque en ti queda intacta 

la memoria de la lluvia, 

ese refugio de suspiros 

que sembramos en la penumbra, 

esperando la llama, 

el temblor, 

el incendio. 

 

Ven, amor, 

seamos un río, 

un bosque, 

un aliento nacido del viento. 

No hay soledad que resista 

La promesa de tu boca. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo, Darwin Córdoba


lunes, 27 de enero de 2025

POR LA UNIDAD DE LOS PUEBLOS LATINOAMERICANOS

  

Que nadie se confunda: la historia no es un manso arroyo, sino un río indomable que corre con la sangre de quienes soñaron libertad. 

 

Los pueblos de esta América, que no es del Norte ni del Sur, sino del corazón, llevan siglos de cicatrices, siglos de cadenas rotas y sueños tejidos con manos callosas. Y aquí estamos, con la memoria de nuestras montañas, de nuestros ríos y de nuestros muertos, que siguen vivos en la lucha. 

 

Por la dignidad que no se compra ni se vende, 

por la solidaridad que no pide permiso, 

por la humanidad que no entiende de fronteras ni de muros. 

 

¡Despertemos juntos, hermanas y hermanos, porque el tiempo de esperar ya terminó! Este continente, saqueado y silenciado, aún canta en cada esquina, en cada mercado, en cada abrazo. El grito de Tupac Amaru, de Juana Azurduy, de Bolívar, de Sandino y Emiliano Zapata, sigue resonando en el eco de nuestros pasos. 

 

Unámonos, no por los caudillos, no por los bandos, sino por los niños que ríen en todas las lenguas y por los ancestros que nos susurran desde las estrellas. Unámonos para que nuestra América deje de ser una promesa y se convierta en un presente. 

 

La unidad es el arma de los pueblos que no se rinden. ¡No hay cadenas que puedan detenernos cuando caminamos juntos! Hoy, como ayer, somos la lluvia que germina la esperanza, el fuego que purifica el olvido, el viento que lleva la palabra. 

 

Por la unidad, 

por la dignidad, 

por la vida. 

 

¡Latinoamérica de pie! Que nos tiemblen las manos, pero nunca las rodillas. Que tiemblen ellos, los que temen al pueblo despierto. 

 

Porque aquí, donde todo parece perdido, nace la fuerza invencible de quienes saben que el mañana es nuestro.

 

¡Vamos juntos, vamos siempre!

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



viernes, 24 de enero de 2025

AUSENCIA


 

Tu ausencia me duele como un tambor roto que resuena en el pecho, pesado y eterno. La noche, insomne, me habita como un huésped que no se va, mientras un eco torpe intenta pronunciar tu nombre y se quiebra antes de llegar a mis labios. Mis manos, obstinadas, te buscan en el aire, como si al acariciar el vacío pudieran trazar de nuevo el mapa de tu cuerpo. Pero no estás. Sos la sombra que huye y el abrazo de un fantasma que sólo sabe apretar con ausencias. 

 

Eres el abismo de mi divina comedia: un infierno que sonríe, un paraíso que se desvanece. Mi purgatorio es tu espacio vacío, las sábanas que todavía susurran tu olor, el reloj que gotea segundos como una tortura lenta. El hastío llega puntual, siempre puntual, como un huésped sin rostro que toma café en mi mesa y deja el plato sucio en mi alma. 

 

Mis días sin ti tienen la lentitud de las hojas que caen de un árbol muerto. La soledad es un animal herido que se acurruca en mi cama, y el silencio es su gruñido, interminable y cruel. Todo, todo me grita tu nombre: las calles, los espejos, los sueños rotos. Pero no estás. Sos todo y sos nada, la promesa de un borde que nunca termina y el abismo que me llama con su voz dulce y fatal. 

 

Si en algún rincón de este universo aún respiras, vení. Porque el infinito es un desierto inmenso, y mis manos están cansadas de buscar oasis que no existen.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 


 

lunes, 20 de enero de 2025

LA CASCADA DE MARAGATO


Tenías 16 años y en tus ojos cabía todo. Llevabas el mundo sin pedir permiso, con la certeza de quien sabe que el miedo no corre tan rápido como tus pasos. Tus manos, pequeñas, eran pájaros que nunca aprendieron a quedarse quietos. Y tu cabello, rebelde como tú, danzaba con el viento, desordenándose para desafiar el orden del día. 

 

Yo, con 17, apenas entendía el arte de caminar sin tropezar con mis propias dudas. Pero allí estabas tú, esperándome en la esquina de la vida, como quien sabe que el destino es un contrato sin letra pequeña. 

 

Ese día empezó como empiezan los días en Pasto: con un frío que se cuela hasta en los huesos y un aire firme que acaricia más que cualquier mano. Subimos al bus sin destino, porque el mapa no importaba. Lo único que queríamos era el viaje. 

 

Te sentaste junto a la ventana, y yo, con la torpeza de los que se enamoran, fingí que no te miraba. Pero te vi: tus ojos buscaban historias en las montañas, tu boca, cerrada, guardaba una revolución que solo tú entendías. El viento entraba por la ventana, despeinándote con descaro, y pensé que el caos nunca había encontrado mejor lugar para posarse. 

 

Cuando llegamos, el paisaje nos recibió con su humildad: un río delgado que parecía agotado, piedras viejas que guardaban secretos de mil tormentas, una cascada que murmuraba en lugar de gritar, el paisaje contrastaba con la opulencia del agua en mi última visita. Pero tú, con tu risa, transformabas todo. Corrimos hacia el agua como si el tiempo nos persiguiera, y en cada paso entendí que el amor no es una promesa ni un juramento. Es un instante, un vértigo, una verdad que no necesita testigos. 

 

Nos tumbamos en la hierba húmeda, tan cerca que podía sentir el ritmo tranquilo de tu respiración. Tus manos, esas que nunca se detenían, dibujaban en el aire formas que solo tú podías ver. Yo miraba tus dedos, queriendo ser el papel donde dejaras tus trazos. Y mientras el mundo seguía girando, tú y yo éramos el centro de un universo que respiraba lento, como si supiera que no debía apresurarnos. 

 

El sol comenzó a caer, bañando todo de un dorado que parecía inventado para ti. Me miraste, y en tus ojos encontré un "para siempre" que no necesitaba palabras. Supe entonces que ese día no terminaría nunca, porque lo que tú tocabas, lo que tú mirabas, se quedaba para siempre. 

 

Volvimos en el bus, y la ciudad nos recibió con sus luces y su ruido, pero algo había cambiado. Entre las calles, las promesas no dichas y el eco de las campanas, tú y yo éramos un secreto susurrado por el viento. 

 

Ese amor no era perfecto. No era fácil. Pero era nuestro, eterno como las noches frías de julio en Pasto, real como el viento que aún canta por nosotros. Nunca hablamos de aquel día como si fuera especial, pero yo sé que ambos lo recordamos. Porque algunos momentos no necesitan palabras. Porque el viento sigue cantando por nosotros, incluso cuando estamos lejos, incluso cuando ya no somos los mismos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 19 de enero de 2025

MATINÉ


El volcán eterno me observa como un dios cansado, su silueta inmensa y callada recortada contra un cielo que arde en oro y azul. La soledad aquí no tiene forma; es más bien un eco, un susurro de mi propia infancia que se enreda en el viento helado que baja de la montaña. Estoy solo, pero no del todo. Mis recuerdos caminan a mi lado. 

 

El sol de aquel domingo todavía quema en mi piel, aunque hayan pasado años. Mi mano pequeña, temblorosa, estaba envuelta en la de mi padre, fuerte y tibia como un juramento. Íbamos por las calles de ese Pasto de los años 70, rumbo al Teatro Imperial, donde las matinés eran ventanas a otros mundos, pero en mi niñez, el verdadero espectáculo era caminar con él. Las palabras que no decía se filtraban en sus pasos, en la manera en que sostenía mi mano, como si el universo entero pudiera desmoronarse y aún así yo estaría a salvo. 

 

Hoy, frente al Galeras, trato de encontrar esa certeza. Pero todo es más grande ahora, más pesado. El volcán no es solo un volcán; es una presencia que vigila, un guardián de secretos que quiero recordar. El teatro se ha recuperado para el arte, para que las generaciones venideras lo disfruten en su verdadera plenitud, y mi padre es una ausencia que se siente como un segundo latido, presente siempre, es solo mirarme al espejo y encontrarlo a él en mi figura. 

 

El volcán y yo compartimos este silencio. Miro las nubes que se amontonan en su cima, su blancura casi cruel contra el gris de la roca, y pienso en cómo el tiempo también acumula cosas, igual que esas nubes: memorias, pérdidas, amores, despedidas. Pero cuando cierro los ojos, vuelvo a sentir la mano de mi padre, su calor intacto, guiándome entre la luz brillante de ese domingo que jamás termina. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

 


sábado, 18 de enero de 2025

A LA MUJER QUE AMÉ SIEMPRE


Te amé en los ecos del mercado,  

en el rumor de los tomates que pactan  

su precio con manos laboriosas.  

Te amé en las esquinas donde el café  

se enfría mientras la ciudad despierta.  


Te amé en las cuerdas flojas del tendal,  

donde la ropa, cansada de ser mojada,  

se deja acariciar por el viento como tú  

te dejabas tocar por mis palabras.  


Eras la luz amarilla en la bombilla del corredor,  

esa que parpadea pero nunca se apaga,  

como nunca se apagaron las noches  

en que mi pecho aprendió a pronunciar tu nombre  

sin miedo a la soledad.  


Te amé en las cucharas que rascan el fondo de las ollas,  

en el pan que se parte con dedos humildes,  

en la silla que se balancea y canta un himno viejo.  

Eras el cuchillo que corta la fruta,  

el papel arrugado que guarda promesas.  


Te amé en el eco de los buses que no se detienen,  

en los billetes ajados que saben de historias ajenas,  

en la lluvia que cae sobre techos oxidados  

y en la danza íntima del agua sobre el suelo.  


Aún te amo, aunque no estés,  

en la paciencia de las cosas cotidianas,  

en el filo de la vida que sigue,  

y en el recuerdo constante de que amar  

es un acto simple y eterno,  

como el día que llega sin que nadie lo llame.  


Jorge Alberto Narváez Ceballos




jueves, 16 de enero de 2025

MARÍA

 

Salíamos del colegio con las mochilas llenas de libros y cuadernos, las miradas de los profesores aún pegadas a nuestras espaldas como si adivinaran en qué terminaba aquella caminata. Eran cuarenta y cinco minutos exactos desde la salida hasta tu casa, lo sabía porque contaba cada paso en silencio, como quien repite un mantra. En ese tiempo, el mundo se hacía pequeño: solo estaba Pasto a lo lejos, el camino de tierra que subía y bajaba con el ritmo de nuestras risas, y tus ojos, esos ojos color miel que parecían robarle luz al sol. 

 

Cuando hablabas, la ciudad quedaba en silencio. Te escuchaba como quien se aferra a un último aliento. A veces parábamos en una loma desde donde se veía todo: las casas desperdigadas como fichas de un juego, el humo de los hornos de leña, las montañas que abrazaban la ciudad con esa mezcla de soledad y promesa. Tú me señalabas algo, una calle o una iglesia, pero yo solo veía tus labios, carnosos, húmedos, listos para atraparme. 

 

Al llegar a tu casa, sentía como si cruzáramos un umbral mágico. Era una casa enorme, como un sueño que se desplegaba en corredores infinitos y habitaciones llenas de secretos. Y el patio, ah, el patio. El patio era un corazón palpitante atrapado entre tapias altas de barro pisado. Aquel muro terroso parecía respirar con el eco del tiempo, sosteniendo en su memoria las risas y los suspiros de quienes alguna vez pasaron. Sobre las tejas, el verde musgo se extendía como un tapiz antiguo, dibujando mapas de lluvia y sol que contaban historias que solo el viento sabía interpretar. 

 

La blancura de las paredes era como un lienzo vivo, donde los colores de los maceteros brillaban con la intensidad de un sueño. Los geranios alzaban sus flores como pequeñas antorchas, mientras los kalanchoes se arremolinaban en una danza silenciosa. Los anturios, rojos y solemnes, parecían guardar secretos profundos, y los helechos, con su frescura salvaje, abrazaban cada rincón. Entre los helechos, los vicundos se alzaban como guardianes discretos, sus hojas largas y nervudas susurrando cuentos de tiempos que yo solo podía imaginar. 

 

Era allí, en un rincón del patio o en alguna sala olvidada, donde la realidad se derretía. Tus labios eran mi refugio, tu piel mi mapa. Recorría tu cuerpo con la urgencia de quien sabe que el mundo puede detenerse en cualquier instante. La luz de la tarde jugaba en tu cabello y el perfume de las flores nos envolvía, mezclándose con el calor de nuestras respiraciones. 

 

Cuando salía de tu casa, el mundo se sentía ajeno, distante. Volvía a caminar solo, con el sabor de tu risa en mi boca y el eco de tus ojos atrapado en mi memoria. El patio quedaba detrás, eterno, esperando nuestra próxima conspiración. Y yo, con cada paso, solo deseaba volver a perderme en ti. 

 

¿Dónde estás ahora, María? ¿Dónde tu risa que llenaba el mundo, dónde tus canciones que se enredaban en el viento? ¿Dónde quedó mi yo de aquellos tiempos, el que podía mirarte sin miedo, con las manos todavía inocentes, temblando al rozar tus mejillas ruborizadas? Esas mejillas que amé hasta el hastío, como si fueran el centro de todo, como si en ellas se escondiera la respuesta a un misterio que nunca supe resolver. 

 

¿Dónde está mi vida sencilla, la que cabía en el trayecto entre el colegio y tu casa, en los minutos robados al reloj, en los suspiros que no necesitaban traducción? ¿Dónde está tu falda, María, esa que subía hasta la cintura cuando me amabas sin medidas, sin tiempo, sin límites? 

 

¿Dónde estamos ahora, tú y yo, las sombras que fuimos en esa casa de tapias altas y musgo verde, bajo el cielo que nos miraba como un testigo discreto? ¿Dónde se quedó lo que fuimos, lo que soñamos, lo que prometimos sin hablar? 

 

El tiempo, con su andar imparable, ha hecho de tu ausencia una constante. María, la vida sin ti no es el vacío que temí, sino una especie de eco, un murmullo interminable que se desliza en mis días. Tu recuerdo no pesa como una carga, sino que flota, suave, como el aroma de las flores en aquel patio que fue nuestro.

 

He aprendido que la vida sigue, aunque las casas envejezcan y las ciudades cambien, aunque las manos se tornen menos inocentes y los corazones acumulen cicatrices. Pero también he descubierto que hay memorias que nunca se apagan, que ciertas risas y ciertos labios quedan incrustados en el alma como un tatuaje invisible.

 

María, no sé dónde estás ahora, pero en algún rincón del mundo, quizás hay un patio con geranios y helechos, un rincón donde tu risa todavía se escapa entre las sombras. Y mientras yo camine, te llevaré conmigo, no como una ausencia, sino como un vestigio de lo que alguna vez fue bello, de lo que alguna vez me enseñó a amar sin medida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




miércoles, 15 de enero de 2025

NICOLÁS


Delante del Comandante en Jefe del M-19, Nicolás daba parte de la dejación total de las armas por parte de los hombres y mujeres del Movimiento, que había transformado la percepción de las guerrillas insurgentes en Colombia y en buena parte de la América mestiza. El calor le golpeaba la nuca como un látigo, pero Nicolás apenas lo sentía. 

 

Pensó en muchos de los momentos vividos, en los compañeros y hermanos que no pudieron celebrar este paso hacia la vida política legal; pero, sobre todo, pensó en las acciones contundentes que tuvo que realizar durante los años en que militó en la guerrilla bolivariana y nacionalista del M-19. Victorias que ya eran cenizas, pero que jamás desaparecerían de la memoria colectiva de un país que le había arrancado tanto y que aún le exigía más. 

 

Entonces, como el Coronel Aureliano Buendía recordó el momento en que conoció el hielo justo cuando estaba frente al pelotón de fusilamiento, él evocó el instante preciso en que el gato hidráulico perforó la losa del piso en la bodega de armas del Cantón Norte del Ejército Nacional. Pensó en cómo todo había cambiado desde los años ochenta hasta este inicio de la última década del siglo XX, un siglo que Colombia comenzó en guerra, la de los Mil Días, y que terminaba sumida en otro conflicto armado, uno de tantos en los que la oligarquía nacional había hundido al país hasta los tuétanos, pero el cual estaban dejando atrás. Sabía también que no eran los únicos alzados en armas, pero alguien debía dar el primer paso hacia la reconciliación Nacional.    

 

Recordó las 5000 armas que salieron de esa bodega y cómo, días después, bajo la más implacable acción de tortura y persecución ciudadana, el Ejército y, más aún, el Estado colombiano las recuperaron. Pero, a pesar de su contundencia, ese Estado jamás logró reponerse de la bofetada infligida por un grupo de jóvenes cuya determinación no titubeó. De la misma forma en que se apropiaron para siempre de la figura y obra del Libertador el día que recuperaron su espada, quedó en la memoria del país la demostración de que el Ejército colombiano era vulnerable en su propio juego. Además, y como un valor agregado, quedó claro para los Estados Unidos de América que, para levantar una guerrilla en Colombia, no hacía falta ayuda internacional ni tomar partido en la Guerra Fría, ya que las armas necesarias para la lucha de liberación estaban en las propias armerías del Ejército. 

 

Pensó en cómo muchas de las acciones del EME siempre parecían contar con el respaldo de la suerte, la alineación de los astros o la acción innegable de lo que Jaime Bateman llamaba "la cadena de afectos". Entonces, Nicolás rió en silencio, miró al comandante Pizarro y le dio parte de victoria, con la misma certeza con la que, años atrás, había informado a Bateman cuando salió con las primeras armas del Cantón. Recordó cómo habían logrado entrar a escasos centímetros de una columna y detrás de unos pesados contenedores de armas. "Si no hubiera sido por la cadena de afectos, jamás habríamos entrado al Cantón", pensó. 

 

Se acercó a la mesa, se quitó la fornitura y dejó su arma. Sentía que entregaba más que un objeto; era parte de su cuerpo y alma lo que quedaba ahí, frente a un país al que ya le había dado todo. 

 

Era imposible no pensar en el Cantón Norte, en las armas, en la cara de Bateman cuando todo salió bien, como si el universo estuviera de su lado. Pensó: Esto no es solo lucha, es vida. Vida que se reparte, que se reparte hasta que no quede nada. 

 

--¡Oficiales de Bolívar, rompan filas! -gritó ante la tropa. 

 

Y junto con ellos, en un coro casi místico, respondió con firmeza y emoción contenida: 

 

--¡PASO DE VENCEDORES! 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

lunes, 13 de enero de 2025

DE PUNTILLAS

 

No cerró la puerta. 

No dejó un rastro de sus pasos, 

ni un murmullo en el aire, 

como quien no quiere despertarte. 

 

No hubo palabras, 

solo el eco de lo que no se dijo. 

Se llevó las preguntas, 

y dejó un silencio de alas rotas 

volando en la habitación. 

 

La luna, discreta, 

la vio desvanecerse en la madrugada. 

Y las estrellas, cómplices, 

apagaron su brillo 

para no delatarla. 

 

Se fue de puntillas, 

como un sueño que se deshace 

antes de ser entendido. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos





sábado, 11 de enero de 2025

ÚLTIMO DESEO


Abrázame como si el bosque estuviera desapareciendo,  

como el horizonte rojizo abraza el volcán eterno.  

No me preguntes porqué,  

ni busques la razón del deseo.  

Sólo abrázame,  

como quien recoge nubes con las manos,  

como quien guarda la risa debajo de la almohada.  


Hazlo como si trenzaras con un hilo las estrellas,  

como quien escucha una canción de amor

que nunca pudo dedicarse.  

Hazlo, aunque no me comprendas,  

a pesar de todos los pesares,  

aunque me pierda  

como el canto herido de un ave que se escapa.  


El abrazo es una puerta abierta,  

Una venta al cielo azul marino,  

a los sueños de tu cuerpo a la luz de la luna.  

Abrázame, y cuando me sueltes,  

que el mundo siga girando,  

pero más lento,  

como la sombra de un pájaro  

que danza con la tarde.  


Jorge Alberto Narváez Ceballos

Paisaje
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


viernes, 10 de enero de 2025

ME LLAMAN CALLE

 

El sol de Cali cae como un castigo sobre las calles, derritiendo los adoquines y la paciencia. Los muchachos del grupo de teatro callejero "El Alarido" se reúnen en una esquina del barrio obrero. Llevan las manos manchadas de pintura y las mochilas llenas de máscaras hechas con papel maché. En la pared de enfrente, una consigna pintada a toda prisa: "El teatro es arma, la calle es trinchera".

 

La idea había nacido entre risas y rabias. Fue Jorge Marcos Zambrano, el poeta de los arrabales, quien les había susurrado al oído que las palabras podían más que las balas. Había caído en una redada, dejando su nombre flotando como una bandera clandestina. "Hagan ruido por mí", les había dicho antes de desaparecer. Y eso hicieron. Cada escena, cada grito, era un eco de su voz.

 

—Hoy toca en el parque del barrio El Naranjal —dice Lucía, la actriz de ojos encendidos, mientras se ajusta la falda raída. —La policía anda jodiendo por ahí, pero qué importa. ¿Vamos a parar?

 

—¡Ni mierda! —responde Julián, el tipo que siempre cargaba con un megáfono y un libro de Brecht bajo el brazo. —Si no salimos, ¿qué nos queda?

 

El parque está lleno de niños descalzos y viejos que se esconden del calor bajo los árboles. Los actores montan su escenario improvisado, un tablado de madera que cruje con cada paso. El primer acto comienza con un monólogo que Julián declama como si la vida le fuera en ello:

 

—¿Quién teme al pueblo cuando el pueblo es teatro?

 

La gente se acerca. Algunos se ríen, otros murmuran. De fondo, un par de tombos patrullan en moto, pero los ignoran. Por ahora. La obra avanza entre denuncias, carcajadas y canciones, y cuando termina, Lucía toma el megáfono:

 

—Esto no es solo teatro. Es una invitación. Organizarnos es la única salida. Vengan, junten fuerzas. Por Jorge Marcos, por nosotros, por ustedes.

 

Aquella noche, en un rincón oscuro del barrio, los jóvenes se reúnen en un salón comunitario. Hay café aguado y pan duro, pero también hay fuego. Grupos de estudio, talleres de teatro, y, entre todo eso, el murmullo constante del M-19 que se mueve entre los callejones.

 

El legado de Jorge Marcos Zambrano está vivo en cada uno de ellos. Su nombre es un conjuro, un grito de resistencia que no se calla. Mientras los muchachos pintan pancartas y escriben nuevas escenas, afuera las patrullas pasan una y otra vez. Pero en sus corazones, late la certeza de que no hay Estatuto de Seguridad que pueda sofocar la llama del arte y la rebeldía.

 

Cuando el sol vuelve a salir sobre Cali, el grupo está listo para otro día de lucha. Porque en esas calles ardientes, donde la vida se juega a cada instante, el teatro no es solo un escape: es el único camino posible hacia la libertad.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

jueves, 9 de enero de 2025

DEJAVU

 

Ese espacio late con la humedad de raíces viejas. La casa respira en sus losas de piedra, donde el tiempo se ha detenido en un silencio poroso, íntimo. Las paredes de tapia de barro conservan el tacto de la tierra viva, de las manos que alguna vez moldearon su piel. En ellas habita el eco de voces perdidas, susurrantes, como si el barro aún guardara el calor de su memoria. 

 

En el patio, los helechos se expanden en abanicos oscuros, húmedos, y se entrelazan con los geranios en un abrazo de verdes y rojos, como un pulso secreto que vibra en su contraste. Todo florece lento, pausado, como si el aire allí supiera contener la prisa. 

 

En la cocina, el olor a leña encendida se mezcla con el crepitar del fuego, un corazón de cenizas que palpita con el andar de los días. El humo sube en espirales perezosas, trenzándose con el aire, dejando en las paredes un velo tenue, un resplandor ahumado que narra historias de sopas espesas y cafés recién colados. 

 

En el fondo del sueño, como un cuadro velado por la neblina, una abuela emerge. Está de pie, inclinada apenas, esparciendo con cuidado las migas para las gallinas. Sus manos son un mapa de surcos y estrellas diminutas, y su gesto, repetido por años, se vuelve un ritual eterno. Las gallinas se acercan, con su andar torpe, picoteando el suelo, mientras ella las llama con palabras que el viento se lleva, pero que permanecen, invisibles, en el aire denso de la mañana. 

 

De repente escucho la voz de mi abuela, toda la casa parece escucharla. Es un espacio donde el pasado y el presente se deslizan, se tocan, se mezclan, como el humo y el barro, como los helechos y los geranios. Allí, en esa pausa que es hogar, el tiempo no avanza: respira.  Y me encuentro con el olor a moho de las tapias y el techo con hendijas que casi me hablan como cuando tenía cinco años y corría por los pasillos vacíos de la casa de mi abuela y reía y saltaba a sus brazos. Lo volví a vivir, por algo más que un segundo, entonces me sentí seguro, cálido y feliz.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

"Pasto"
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


miércoles, 8 de enero de 2025

EL JUEGO DE NEGRITOS


El abuelo había esperado todo el año por ese día. Era el 5 de enero, y Pasto latía al ritmo del Carnaval. La ciudad parecía un caleidoscopio: máscaras, risas, colores y el murmullo de un río de gente que no se detenía. Las manos del abuelo, curtidas por los años, sostenían los pequeños dedos de Belén y de Juan José.



- ¡Hoy es el día del juego de negritos! -dijo el abuelo con un entusiasmo que hacía eco del niño que aún vivía dentro de él. Belén saltaba emocionada, mientras Juan José agitaba sus bracitos, sin entender del todo, pero contagiado por la alegría.



El abuelo se agachó frente a ellos y sacó de su mochila la "pintica", esa mezcla negra que llevaba generaciones siendo símbolo de fiesta y memoria. - Este juego simboliza la libertad, el respeto, la igualdad y la biodiversidad - dijo, mientras manchaba suavemente las mejillas de Belén y Juan con las yemas de sus dedos.



- ¿Por qué negro, abuelo? - preguntó Belén, mirando el rostro manchado en el reflejo de un charco que la lluvia de la noche anterior había dejado.



- Porque el negro es vida - respondió él -. Es la tierra que nos da de comer, es la noche donde descansamos, es la piel de nuestros hermanos. Y hoy jugamos para recordar que somos iguales.



Juan José balbuceó algo ininteligible mientras señalaba la espuma que alguien lanzaba al aire, y los tres estallaron en carcajadas. Entre las calles vibrantes de música y danza, comenzaron el "juego caricia". Belén acariciaba el rostro del abuelo con sus manitas pintadas, dejando trazos negros en las arrugas que contaban historias. Juan José, con su torpeza de niño pequeño, intentaba imitarla, dejando manchas por todas partes.



- ¡Ahora corre, abuelo! - gritó Belén, lanzando espuma. Y el abuelo, con una agilidad inesperada, empezó a correr entre la multitud, riendo a carcajadas como si el tiempo no tuviera peso.



El carnaval seguía su curso, pero para ellos era un mundo aparte. Era un rincón donde los colores, la música y la risa se entrelazaban con el amor puro. Belén y Juan José terminaron exhaustos, dormidos en los brazos del abuelo mientras el sol se ocultaba detrás del volcán Galeras.



El abuelo, con las mejillas aún pintadas y el corazón rebosante, miró hacia el cielo iluminado por los últimos rayos del sol y susurró: - Que este juego nunca termine. Que siempre recuerden que aquí, entre risas y manchas negras, encontraron la verdadera felicidad.



Y mientras el Carnaval rugía a su alrededor, el abuelo se quedó pensando, sosteniendo a sus nietos, como si en ese instante nada pudiera ser más perfecto.



Jorge Alberto Narváez Ceballos