viernes, 31 de enero de 2025
EL REGRESO
jueves, 30 de enero de 2025
LOS MATRIMONIOS DE LA MUERTE
El coronel no parpadeó cuando
ordenó la ejecución. Su voz retumbó en el frío de la madrugada como el disparo
de un fusil. A sus espaldas, el cielo apenas comenzaba a deshacerse en una
ceniza pálida, y los soldados, con las bayonetas al hombro, aguardaban el
desenlace con la impaciencia de quien cumple un designio fatal.
Los catorce hombres fueron
sacados de la celda de piedra donde pasaron la noche. Les habían atado de dos
en dos con sogas de cáñamo, como si fueran bueyes condenados a arar la tierra
del infierno. Los llamaban "los matrimonios", y aquellos que habían
tenido arrestos para reír lo hacían con el humor de los verdugos.
Los dos primeros, desnudos fueron
conducidos hasta el borde del precipicio, que descendía hasta las entrañas de
la montaña. La bruma era espesa y parecía moverse con una conciencia propia,
como si quisiera ocultar la infamia que estaba a punto de ocurrir. En ese
momento comenzó a gritar el más veterano, un anciano de barba espesa y mirada
de jaguar. Gritaba frases desesperadas, invocando el nombre de los suyos,
llamando al dios que su pueblo adoraba desde la llegada de los
conquistadores.
El más joven, un muchacho apenas
cubierto de cicatrices de guerra, lo miró con pena. Se serenó frente a la
muerte. Su voz, en cambio, no dijo nada, pero en sus ojos había una llamarada
de odio y resignación.
Quisieron acabar con aquello lo
más pronto posible y empezaron a empujarlos. El viento se llevó los rezos, los
insultos, las súplicas que se mezclaban en el aire como un solo alarido. Uno
tras otro comenzaron a rodar en el precipicio, atados el uno al otro,
arrastrando su último grito por las paredes de las rocas.
Cuando el eco de la caída se
extinguió, el coronel montó su caballo y dio la orden de retirada. La bruma se
encargó de borrar todo rastro de lo ocurrido, como si la montaña misma quisiera
olvidar el crimen. Pero en el pueblo de Pasto, la memoria de los muertos
seguiría viva, vagando entre los vivos, susurrando en los oídos de los hijos y
nietos, hasta el día en que el olvido se rinda ante la justicia.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
VERANO Y VÉRTIGO
El calor le chupaba la piel, le
abría grietas en los labios y le llenaba los pies de polvo. Era un paseo
familiar, de esos en los que los tíos beben, las mamás cuchichean y los primos
más grandes se creen dueños del río. Pero a él lo único que le importaba era el
agua, y esa sensación en el estómago cuando los pies tocaban el fondo
resbaloso.
Entonces la vio.
Tenía marrón la piel de la cara,
del cuello, del pecho, tal vez porque andaba siempre así, medio desnuda. Se
metía al río con la facilidad de quien pertenece a él, con las rodillas llenas
de raspones y el cabello mojado pegado a la espalda. Ella nunca había visto a
un chico con el pelo tan largo. Pero no importaba. Se llamaba Ángela y se reía
como si el agua la hiciera cosquillas por dentro.
Lo miró y le dijo:
- ¿No te da miedo?
No le dio tiempo de responder. Lo
agarró de la muñeca y tiró de él hacia la parte más honda. Él sintió el agua
tragárselo, sintió el frío cortándole los muslos, sintió el pulso de su corazón
en los oídos. Con la nariz a ras de agua, vio sus piernas moverse con la
seguridad de un pez, vio sus manos abrirse y las mariposas sueltas en el aire
desplegaron las alas y los hermosos colores.
Después caminaron por la orilla.
Ella sacó lombrices largas y blandas de la tierra húmeda y se las mostró sin
asco. Él no quiso tocar.
-Eres un miedoso -dijo ella.
Entonces él, con el pecho
latiéndole como un tambor, la besó. No supo si la besó o si la boca de ella fue
la que se le vino encima como una tormenta. Pero ahí estaban, temblorosos, con
los labios apretados y los dedos llenos de barro.
Esa noche, antes de dormir en la
hamaca, la vio otra vez, descalza, con las piernas estiradas sobre la arena.
Parecía una estatua olvidada en medio de la noche caliente.
- ¿Te vas mañana? -preguntó ella,
sin mirarlo.
Él asintió.
Era un rincón sombreado, con
hojas húmedas y el eco de las ranas en la espesura. Pensó en las macetas de
dalias de su casa, en la ciudad donde el calor no era real, en la sensación del
agua envolviendo su cuerpo.
Ella se levantó y le puso algo en
la mano.
-Para que no me olvides -dijo.
Era una lombriz.
Él la apretó en el puño y sintió
su cuerpo blando revolverse entre sus dedos. No le dio miedo.
Era verano, era vértigo, era la
primera vez que el amor tenía la textura de la tierra mojada.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
martes, 28 de enero de 2025
TE INVITO
Te invito a caminar por mis horas,
esas que se escapan del ruido del mundo,
donde el aire es un eco de tu nombre
y la luz apenas un roce,
un rumor de deseo detenido en el umbral.
Ven, despojémonos del tiempo
bajo este cielo de sombras profundas.
Quiero verte habitar el instante,
morder la raíz de lo eterno,
desgarrar con tus labios
el velo entre lo perdido
y lo inevitable.
Porque en ti queda intacta
la memoria de la lluvia,
ese refugio de suspiros
que sembramos en la penumbra,
esperando la llama,
el temblor,
el incendio.
Ven, amor,
seamos un río,
un bosque,
un aliento nacido del viento.
No hay soledad que resista
La promesa de tu boca.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
lunes, 27 de enero de 2025
POR LA UNIDAD DE LOS PUEBLOS LATINOAMERICANOS
Que nadie se confunda: la
historia no es un manso arroyo, sino un río indomable que corre con la sangre
de quienes soñaron libertad.
Los pueblos de esta América, que
no es del Norte ni del Sur, sino del corazón, llevan siglos de cicatrices,
siglos de cadenas rotas y sueños tejidos con manos callosas. Y aquí estamos,
con la memoria de nuestras montañas, de nuestros ríos y de nuestros muertos,
que siguen vivos en la lucha.
Por la dignidad que no se compra
ni se vende,
por la solidaridad que no pide
permiso,
por la humanidad que no entiende
de fronteras ni de muros.
¡Despertemos juntos, hermanas y
hermanos, porque el tiempo de esperar ya terminó! Este continente, saqueado y
silenciado, aún canta en cada esquina, en cada mercado, en cada abrazo. El
grito de Tupac Amaru, de Juana Azurduy, de Bolívar, de Sandino y Emiliano
Zapata, sigue resonando en el eco de nuestros pasos.
Unámonos, no por los caudillos,
no por los bandos, sino por los niños que ríen en todas las lenguas y por los
ancestros que nos susurran desde las estrellas. Unámonos para que nuestra
América deje de ser una promesa y se convierta en un presente.
La unidad es el arma de los
pueblos que no se rinden. ¡No hay cadenas que puedan detenernos cuando
caminamos juntos! Hoy, como ayer, somos la lluvia que germina la esperanza, el
fuego que purifica el olvido, el viento que lleva la palabra.
Por la unidad,
por la dignidad,
por la vida.
¡Latinoamérica de pie! Que nos
tiemblen las manos, pero nunca las rodillas. Que tiemblen ellos, los que temen
al pueblo despierto.
Porque aquí, donde todo parece
perdido, nace la fuerza invencible de quienes saben que el mañana es nuestro.
¡Vamos juntos, vamos siempre!
Jorge Alberto Narváez Ceballos
viernes, 24 de enero de 2025
AUSENCIA
Tu ausencia me duele como un
tambor roto que resuena en el pecho, pesado y eterno. La noche, insomne, me
habita como un huésped que no se va, mientras un eco torpe intenta pronunciar
tu nombre y se quiebra antes de llegar a mis labios. Mis manos, obstinadas, te
buscan en el aire, como si al acariciar el vacío pudieran trazar de nuevo el
mapa de tu cuerpo. Pero no estás. Sos la sombra que huye y el abrazo de un
fantasma que sólo sabe apretar con ausencias.
Eres el abismo de mi divina
comedia: un infierno que sonríe, un paraíso que se desvanece. Mi purgatorio es
tu espacio vacío, las sábanas que todavía susurran tu olor, el reloj que gotea
segundos como una tortura lenta. El hastío llega puntual, siempre puntual, como
un huésped sin rostro que toma café en mi mesa y deja el plato sucio en mi
alma.
Mis días sin ti tienen la
lentitud de las hojas que caen de un árbol muerto. La soledad es un animal
herido que se acurruca en mi cama, y el silencio es su gruñido, interminable y
cruel. Todo, todo me grita tu nombre: las calles, los espejos, los sueños
rotos. Pero no estás. Sos todo y sos nada, la promesa de un borde que nunca
termina y el abismo que me llama con su voz dulce y fatal.
Si en algún rincón de este
universo aún respiras, vení. Porque el infinito es un desierto inmenso, y mis
manos están cansadas de buscar oasis que no existen.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
lunes, 20 de enero de 2025
LA CASCADA DE MARAGATO
Tenías 16 años y en tus ojos
cabía todo. Llevabas el mundo sin pedir permiso, con la certeza de quien sabe
que el miedo no corre tan rápido como tus pasos. Tus manos, pequeñas, eran
pájaros que nunca aprendieron a quedarse quietos. Y tu cabello, rebelde como
tú, danzaba con el viento, desordenándose para desafiar el orden del día.
Yo, con 17, apenas entendía el
arte de caminar sin tropezar con mis propias dudas. Pero allí estabas tú,
esperándome en la esquina de la vida, como quien sabe que el destino es un
contrato sin letra pequeña.
Ese día empezó como empiezan los
días en Pasto: con un frío que se cuela hasta en los huesos y un aire firme que
acaricia más que cualquier mano. Subimos al bus sin destino, porque el mapa no
importaba. Lo único que queríamos era el viaje.
Te sentaste junto a la ventana, y
yo, con la torpeza de los que se enamoran, fingí que no te miraba. Pero te vi:
tus ojos buscaban historias en las montañas, tu boca, cerrada, guardaba una
revolución que solo tú entendías. El viento entraba por la ventana,
despeinándote con descaro, y pensé que el caos nunca había encontrado mejor
lugar para posarse.
Cuando llegamos, el paisaje nos
recibió con su humildad: un río delgado que parecía agotado, piedras viejas que
guardaban secretos de mil tormentas, una cascada que murmuraba en lugar de
gritar, el paisaje contrastaba con la opulencia del agua en mi última visita.
Pero tú, con tu risa, transformabas todo. Corrimos hacia el agua como si el
tiempo nos persiguiera, y en cada paso entendí que el amor no es una promesa ni
un juramento. Es un instante, un vértigo, una verdad que no necesita
testigos.
Nos tumbamos en la hierba húmeda,
tan cerca que podía sentir el ritmo tranquilo de tu respiración. Tus manos,
esas que nunca se detenían, dibujaban en el aire formas que solo tú podías ver.
Yo miraba tus dedos, queriendo ser el papel donde dejaras tus trazos. Y
mientras el mundo seguía girando, tú y yo éramos el centro de un universo que
respiraba lento, como si supiera que no debía apresurarnos.
El sol comenzó a caer, bañando
todo de un dorado que parecía inventado para ti. Me miraste, y en tus ojos
encontré un "para siempre" que no necesitaba palabras. Supe entonces
que ese día no terminaría nunca, porque lo que tú tocabas, lo que tú mirabas,
se quedaba para siempre.
Volvimos en el bus, y la ciudad
nos recibió con sus luces y su ruido, pero algo había cambiado. Entre las
calles, las promesas no dichas y el eco de las campanas, tú y yo éramos un
secreto susurrado por el viento.
Ese amor no era perfecto. No era
fácil. Pero era nuestro, eterno como las noches frías de julio en Pasto, real
como el viento que aún canta por nosotros. Nunca hablamos de aquel día como si
fuera especial, pero yo sé que ambos lo recordamos. Porque algunos momentos no
necesitan palabras. Porque el viento sigue cantando por nosotros, incluso
cuando estamos lejos, incluso cuando ya no somos los mismos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
domingo, 19 de enero de 2025
MATINÉ
El volcán eterno me observa como
un dios cansado, su silueta inmensa y callada recortada contra un cielo que
arde en oro y azul. La soledad aquí no tiene forma; es más bien un eco, un
susurro de mi propia infancia que se enreda en el viento helado que baja de la
montaña. Estoy solo, pero no del todo. Mis recuerdos caminan a mi lado.
El sol de aquel domingo todavía
quema en mi piel, aunque hayan pasado años. Mi mano pequeña, temblorosa, estaba
envuelta en la de mi padre, fuerte y tibia como un juramento. Íbamos por las
calles de ese Pasto de los años 70, rumbo al Teatro Imperial, donde las matinés
eran ventanas a otros mundos, pero en mi niñez, el verdadero espectáculo era
caminar con él. Las palabras que no decía se filtraban en sus pasos, en la
manera en que sostenía mi mano, como si el universo entero pudiera desmoronarse
y aún así yo estaría a salvo.
Hoy, frente al Galeras, trato de
encontrar esa certeza. Pero todo es más grande ahora, más pesado. El volcán no
es solo un volcán; es una presencia que vigila, un guardián de secretos que quiero
recordar. El teatro se ha recuperado para el arte, para que las generaciones
venideras lo disfruten en su verdadera plenitud, y mi padre es una ausencia que
se siente como un segundo latido, presente siempre, es solo mirarme al espejo y
encontrarlo a él en mi figura.
El volcán y yo compartimos este
silencio. Miro las nubes que se amontonan en su cima, su blancura casi cruel
contra el gris de la roca, y pienso en cómo el tiempo también acumula cosas,
igual que esas nubes: memorias, pérdidas, amores, despedidas. Pero cuando
cierro los ojos, vuelvo a sentir la mano de mi padre, su calor intacto,
guiándome entre la luz brillante de ese domingo que jamás termina.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
sábado, 18 de enero de 2025
A LA MUJER QUE AMÉ SIEMPRE
Te amé en los ecos del mercado,
en el rumor de los tomates que pactan
su precio con manos laboriosas.
Te amé en las esquinas donde el café
se enfría mientras la ciudad despierta.
Te amé en las cuerdas flojas del tendal,
donde la ropa, cansada de ser mojada,
se deja acariciar por el viento como tú
te dejabas tocar por mis palabras.
Eras la luz amarilla en la bombilla del corredor,
esa que parpadea pero nunca se apaga,
como nunca se apagaron las noches
en que mi pecho aprendió a pronunciar tu nombre
sin miedo a la soledad.
Te amé en las cucharas que rascan el fondo de las ollas,
en el pan que se parte con dedos humildes,
en la silla que se balancea y canta un himno viejo.
Eras el cuchillo que corta la fruta,
el papel arrugado que guarda promesas.
Te amé en el eco de los buses que no se detienen,
en los billetes ajados que saben de historias ajenas,
en la lluvia que cae sobre techos oxidados
y en la danza íntima del agua sobre el suelo.
Aún te amo, aunque no estés,
en la paciencia de las cosas cotidianas,
en el filo de la vida que sigue,
y en el recuerdo constante de que amar
es un acto simple y eterno,
como el día que llega sin que nadie lo llame.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
jueves, 16 de enero de 2025
MARÍA
Salíamos del colegio con las
mochilas llenas de libros y cuadernos, las miradas de los profesores aún
pegadas a nuestras espaldas como si adivinaran en qué terminaba aquella
caminata. Eran cuarenta y cinco minutos exactos desde la salida hasta tu casa,
lo sabía porque contaba cada paso en silencio, como quien repite un mantra. En
ese tiempo, el mundo se hacía pequeño: solo estaba Pasto a lo lejos, el camino
de tierra que subía y bajaba con el ritmo de nuestras risas, y tus ojos, esos
ojos color miel que parecían robarle luz al sol.
Cuando hablabas, la ciudad
quedaba en silencio. Te escuchaba como quien se aferra a un último aliento. A
veces parábamos en una loma desde donde se veía todo: las casas desperdigadas
como fichas de un juego, el humo de los hornos de leña, las montañas que
abrazaban la ciudad con esa mezcla de soledad y promesa. Tú me señalabas algo,
una calle o una iglesia, pero yo solo veía tus labios, carnosos, húmedos,
listos para atraparme.
Al llegar a tu casa, sentía como
si cruzáramos un umbral mágico. Era una casa enorme, como un sueño que se
desplegaba en corredores infinitos y habitaciones llenas de secretos. Y el
patio, ah, el patio. El patio era un corazón palpitante atrapado entre tapias
altas de barro pisado. Aquel muro terroso parecía respirar con el eco del
tiempo, sosteniendo en su memoria las risas y los suspiros de quienes alguna
vez pasaron. Sobre las tejas, el verde musgo se extendía como un tapiz antiguo,
dibujando mapas de lluvia y sol que contaban historias que solo el viento sabía
interpretar.
La blancura de las paredes era
como un lienzo vivo, donde los colores de los maceteros brillaban con la
intensidad de un sueño. Los geranios alzaban sus flores como pequeñas
antorchas, mientras los kalanchoes se arremolinaban en una danza silenciosa.
Los anturios, rojos y solemnes, parecían guardar secretos profundos, y los
helechos, con su frescura salvaje, abrazaban cada rincón. Entre los helechos,
los vicundos se alzaban como guardianes discretos, sus hojas largas y nervudas
susurrando cuentos de tiempos que yo solo podía imaginar.
Era allí, en un rincón del patio
o en alguna sala olvidada, donde la realidad se derretía. Tus labios eran mi
refugio, tu piel mi mapa. Recorría tu cuerpo con la urgencia de quien sabe que
el mundo puede detenerse en cualquier instante. La luz de la tarde jugaba en tu
cabello y el perfume de las flores nos envolvía, mezclándose con el calor de
nuestras respiraciones.
Cuando salía de tu casa, el mundo
se sentía ajeno, distante. Volvía a caminar solo, con el sabor de tu risa en mi
boca y el eco de tus ojos atrapado en mi memoria. El patio quedaba detrás,
eterno, esperando nuestra próxima conspiración. Y yo, con cada paso, solo deseaba
volver a perderme en ti.
¿Dónde estás ahora, María? ¿Dónde
tu risa que llenaba el mundo, dónde tus canciones que se enredaban en el
viento? ¿Dónde quedó mi yo de aquellos tiempos, el que podía mirarte sin miedo,
con las manos todavía inocentes, temblando al rozar tus mejillas ruborizadas?
Esas mejillas que amé hasta el hastío, como si fueran el centro de todo, como
si en ellas se escondiera la respuesta a un misterio que nunca supe
resolver.
¿Dónde está mi vida sencilla, la
que cabía en el trayecto entre el colegio y tu casa, en los minutos robados al
reloj, en los suspiros que no necesitaban traducción? ¿Dónde está tu falda,
María, esa que subía hasta la cintura cuando me amabas sin medidas, sin tiempo,
sin límites?
¿Dónde estamos ahora, tú y yo,
las sombras que fuimos en esa casa de tapias altas y musgo verde, bajo el cielo
que nos miraba como un testigo discreto? ¿Dónde se quedó lo que fuimos, lo que
soñamos, lo que prometimos sin hablar?
El tiempo, con su andar
imparable, ha hecho de tu ausencia una constante. María, la vida sin ti no es
el vacío que temí, sino una especie de eco, un murmullo interminable que se
desliza en mis días. Tu recuerdo no pesa como una carga, sino que flota, suave,
como el aroma de las flores en aquel patio que fue nuestro.
He aprendido que la vida sigue,
aunque las casas envejezcan y las ciudades cambien, aunque las manos se tornen
menos inocentes y los corazones acumulen cicatrices. Pero también he
descubierto que hay memorias que nunca se apagan, que ciertas risas y ciertos
labios quedan incrustados en el alma como un tatuaje invisible.
María, no sé dónde estás ahora,
pero en algún rincón del mundo, quizás hay un patio con geranios y helechos, un
rincón donde tu risa todavía se escapa entre las sombras. Y mientras yo camine,
te llevaré conmigo, no como una ausencia, sino como un vestigio de lo que
alguna vez fue bello, de lo que alguna vez me enseñó a amar sin medida.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
miércoles, 15 de enero de 2025
NICOLÁS
Delante del Comandante en Jefe del M-19,
Nicolás daba parte de la dejación total de las armas por parte de los hombres y
mujeres del Movimiento, que había transformado la percepción de las guerrillas
insurgentes en Colombia y en buena parte de la América mestiza. El calor le
golpeaba la nuca como un látigo, pero Nicolás apenas lo sentía.
Pensó en muchos de los momentos vividos, en los
compañeros y hermanos que no pudieron celebrar este paso hacia la vida política
legal; pero, sobre todo, pensó en las acciones contundentes que tuvo que
realizar durante los años en que militó en la guerrilla bolivariana y
nacionalista del M-19. Victorias que ya eran cenizas, pero que jamás
desaparecerían de la memoria colectiva de un país que le había arrancado tanto
y que aún le exigía más.
Entonces, como el Coronel Aureliano Buendía
recordó el momento en que conoció el hielo justo cuando estaba frente al
pelotón de fusilamiento, él evocó el instante preciso en que el gato hidráulico
perforó la losa del piso en la bodega de armas del Cantón Norte del Ejército
Nacional. Pensó en cómo todo había cambiado desde los años ochenta hasta este
inicio de la última década del siglo XX, un siglo que Colombia comenzó en
guerra, la de los Mil Días, y que terminaba sumida en otro conflicto armado,
uno de tantos en los que la oligarquía nacional había hundido al país hasta los
tuétanos, pero el cual estaban dejando atrás. Sabía también que no eran los únicos
alzados en armas, pero alguien debía dar el primer paso hacia la reconciliación
Nacional.
Recordó las 5000 armas que salieron de esa
bodega y cómo, días después, bajo la más implacable acción de tortura y
persecución ciudadana, el Ejército y, más aún, el Estado colombiano las
recuperaron. Pero, a pesar de su contundencia, ese Estado jamás logró reponerse
de la bofetada infligida por un grupo de jóvenes cuya determinación no titubeó.
De la misma forma en que se apropiaron para siempre de la figura y obra del
Libertador el día que recuperaron su espada, quedó en la memoria del país la
demostración de que el Ejército colombiano era vulnerable en su propio juego.
Además, y como un valor agregado, quedó claro para los Estados Unidos de
América que, para levantar una guerrilla en Colombia, no hacía falta ayuda
internacional ni tomar partido en la Guerra Fría, ya que las armas necesarias
para la lucha de liberación estaban en las propias armerías del Ejército.
Pensó en cómo muchas de las acciones del EME
siempre parecían contar con el respaldo de la suerte, la alineación de los
astros o la acción innegable de lo que Jaime Bateman llamaba "la cadena de
afectos". Entonces, Nicolás rió en silencio, miró al comandante Pizarro y
le dio parte de victoria, con la misma certeza con la que, años atrás, había informado
a Bateman cuando salió con las primeras armas del Cantón. Recordó cómo habían
logrado entrar a escasos centímetros de una columna y detrás de unos pesados
contenedores de armas. "Si no hubiera sido por la cadena de afectos, jamás
habríamos entrado al Cantón", pensó.
Se acercó a la mesa, se quitó la fornitura y
dejó su arma. Sentía que entregaba más que un objeto; era parte de su cuerpo y
alma lo que quedaba ahí, frente a un país al que ya le había dado todo.
Era imposible no pensar en el Cantón Norte, en
las armas, en la cara de Bateman cuando todo salió bien, como si el universo
estuviera de su lado. Pensó: Esto no es solo lucha, es vida. Vida que se
reparte, que se reparte hasta que no quede nada.
--¡Oficiales
de Bolívar, rompan filas! -gritó ante la tropa.
Y junto con ellos, en un coro casi místico,
respondió con firmeza y emoción contenida:
--¡PASO
DE VENCEDORES!
Jorge Alberto Narváez Ceballos
lunes, 13 de enero de 2025
DE PUNTILLAS
No cerró la puerta.
No dejó un rastro de sus pasos,
ni un murmullo en el aire,
como quien no quiere despertarte.
No hubo palabras,
solo el eco de lo que no se dijo.
Se llevó las preguntas,
y dejó un silencio de alas rotas
volando en la habitación.
La luna, discreta,
la vio desvanecerse en la madrugada.
Y las estrellas, cómplices,
apagaron su brillo
para no delatarla.
Se fue de puntillas,
como un sueño que se deshace
antes de ser entendido.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
sábado, 11 de enero de 2025
ÚLTIMO DESEO
Abrázame como si el bosque estuviera desapareciendo,
como el horizonte rojizo abraza el volcán eterno.
No me preguntes porqué,
ni busques la razón del deseo.
Sólo abrázame,
como quien recoge nubes con las manos,
como quien guarda la risa debajo de la almohada.
Hazlo como si trenzaras con un hilo las estrellas,
como quien escucha una canción de amor
que nunca pudo dedicarse.
Hazlo, aunque no me comprendas,
a pesar de todos los pesares,
aunque me pierda
como el canto herido de un ave que se escapa.
El abrazo es una puerta abierta,
Una venta al cielo azul marino,
a los sueños de tu cuerpo a la luz de la luna.
Abrázame, y cuando me sueltes,
que el mundo siga girando,
pero más lento,
como la sombra de un pájaro
que danza con la tarde.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
viernes, 10 de enero de 2025
ME LLAMAN CALLE
El sol de Cali cae como un
castigo sobre las calles, derritiendo los adoquines y la paciencia. Los
muchachos del grupo de teatro callejero "El Alarido" se reúnen en una
esquina del barrio obrero. Llevan las manos manchadas de pintura y las mochilas
llenas de máscaras hechas con papel maché. En la pared de enfrente, una
consigna pintada a toda prisa: "El teatro es arma, la calle es
trinchera".
La idea había nacido entre risas
y rabias. Fue Jorge Marcos Zambrano, el poeta de los arrabales, quien les había
susurrado al oído que las palabras podían más que las balas. Había caído en una
redada, dejando su nombre flotando como una bandera clandestina. "Hagan
ruido por mí", les había dicho antes de desaparecer. Y eso hicieron. Cada
escena, cada grito, era un eco de su voz.
—Hoy toca en el parque del barrio
El Naranjal —dice Lucía, la actriz de ojos encendidos, mientras se ajusta la
falda raída. —La policía anda jodiendo por ahí, pero qué importa. ¿Vamos a
parar?
—¡Ni mierda! —responde Julián, el
tipo que siempre cargaba con un megáfono y un libro de Brecht bajo el brazo.
—Si no salimos, ¿qué nos queda?
El parque está lleno de niños
descalzos y viejos que se esconden del calor bajo los árboles. Los actores
montan su escenario improvisado, un tablado de madera que cruje con cada paso.
El primer acto comienza con un monólogo que Julián declama como si la vida le
fuera en ello:
—¿Quién teme al pueblo cuando el
pueblo es teatro?
La gente se acerca. Algunos se
ríen, otros murmuran. De fondo, un par de tombos patrullan en moto, pero los
ignoran. Por ahora. La obra avanza entre denuncias, carcajadas y canciones, y
cuando termina, Lucía toma el megáfono:
—Esto no es solo teatro. Es una
invitación. Organizarnos es la única salida. Vengan, junten fuerzas. Por Jorge
Marcos, por nosotros, por ustedes.
Aquella noche, en un rincón
oscuro del barrio, los jóvenes se reúnen en un salón comunitario. Hay café
aguado y pan duro, pero también hay fuego. Grupos de estudio, talleres de
teatro, y, entre todo eso, el murmullo constante del M-19 que se mueve entre
los callejones.
El legado de Jorge Marcos
Zambrano está vivo en cada uno de ellos. Su nombre es un conjuro, un grito de
resistencia que no se calla. Mientras los muchachos pintan pancartas y escriben
nuevas escenas, afuera las patrullas pasan una y otra vez. Pero en sus corazones,
late la certeza de que no hay Estatuto de Seguridad que pueda sofocar la llama
del arte y la rebeldía.
Cuando el sol vuelve a salir
sobre Cali, el grupo está listo para otro día de lucha. Porque en esas calles
ardientes, donde la vida se juega a cada instante, el teatro no es solo un
escape: es el único camino posible hacia la libertad.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
jueves, 9 de enero de 2025
DEJAVU
Ese espacio late con la humedad
de raíces viejas. La casa respira en sus losas de piedra, donde el tiempo se ha
detenido en un silencio poroso, íntimo. Las paredes de tapia de barro conservan
el tacto de la tierra viva, de las manos que alguna vez moldearon su piel. En
ellas habita el eco de voces perdidas, susurrantes, como si el barro aún
guardara el calor de su memoria.
En el patio, los helechos se
expanden en abanicos oscuros, húmedos, y se entrelazan con los geranios en un
abrazo de verdes y rojos, como un pulso secreto que vibra en su contraste. Todo
florece lento, pausado, como si el aire allí supiera contener la prisa.
En la cocina, el olor a leña
encendida se mezcla con el crepitar del fuego, un corazón de cenizas que
palpita con el andar de los días. El humo sube en espirales perezosas,
trenzándose con el aire, dejando en las paredes un velo tenue, un resplandor
ahumado que narra historias de sopas espesas y cafés recién colados.
En el fondo del sueño, como un cuadro
velado por la neblina, una abuela emerge. Está de pie, inclinada apenas,
esparciendo con cuidado las migas para las gallinas. Sus manos son un mapa de
surcos y estrellas diminutas, y su gesto, repetido por años, se vuelve un
ritual eterno. Las gallinas se acercan, con su andar torpe, picoteando el
suelo, mientras ella las llama con palabras que el viento se lleva, pero que
permanecen, invisibles, en el aire denso de la mañana.
De repente escucho la voz de mi
abuela, toda la casa parece escucharla. Es un espacio donde el pasado y el
presente se deslizan, se tocan, se mezclan, como el humo y el barro, como los
helechos y los geranios. Allí, en esa pausa que es hogar, el tiempo no avanza:
respira. Y me encuentro con el olor a
moho de las tapias y el techo con hendijas que casi me hablan como cuando tenía
cinco años y corría por los pasillos vacíos de la casa de mi abuela y reía y
saltaba a sus brazos. Lo volví a vivir, por algo más que un segundo, entonces
me sentí seguro, cálido y feliz.
Jorge Alberto Narváez Ceballos