martes, 25 de marzo de 2025

EL TIEMPO DEL DESEO


Nadie en la oficina podía decir con certeza cuándo había comenzado, pero lo cierto es que el deseo entre ellos flotaba entre los escritorios como un perfume secreto, adherido a los informes, a las tazas de café compartidas, a los roces invisibles que se perdían entre el murmullo de las teclas. Él, con el divorcio aún fresco en la piel, con las noches demasiado frías en una cama demasiado grande. Ella, casada, sí, pero con un matrimonio que se había convertido en un calendario de obligaciones, en un intercambio de horarios y silencios. 

 

Y en medio de todo, ellos dos. 

 

Aquel día, la reunión transcurría con la misma monotonía de siempre. Se hablaba de presupuestos, de fechas, de estrategias. Pero entre ellos, entre sus miradas furtivas y los silencios que llenaban los espacios, se hablaba de otra cosa. 

 

Él la miraba como un hambriento frente a un festín prohibido. Su boca, su cuello, la línea suave de su clavícula bajo la blusa. Ella sabía que él la miraba, y se dejó mirar. Deslizó la pierna con descuido, rozando la suya. Fue un roce breve, imperceptible para los demás, pero lo sintieron como un relámpago recorriéndoles el cuerpo. 

 

Se habían desnudado tantas veces en la imaginación, que el aire mismo parecía contener la vibración de un conjuro a punto de cumplirse. 

 

Él imaginó su mano deslizándose bajo la mesa, subiendo lenta, descubriendo secretos que solo el tiempo y la espera habían hecho más intensos. Ella siguió asintiendo a las palabras del jefe, como si entendiera, como si su cuerpo no se estuviera derritiendo ahí mismo. 

 

Cuando terminó la reunión, todos se levantaron sin sospechar la tormenta que se avecinaba. Se quedaron de últimos, como quien finge olvidar un documento, como quien espera un descuido del destino. 

 

—No te vayas todavía —susurró él, y la frase fue un ruego que cerró todas las puertas del mundo. 

 

En menos de un minuto, la tenía contra la pared del pasillo, con el deseo acumulado en los huesos, con las manos trazando caminos largamente postergados. El aire era espeso, la oficina se volvía un bosque encantado donde nadie más existía, donde solo quedaban dos cuerpos que al fin se encontraban después de años de espera. 

 

Las luces fluorescentes titilaban sobre ellos, y en la vibración de la bombilla, en el murmullo lejano de las teclas aún activas, en el roce de su aliento contra su piel, todo el universo pareció detenerse. 

 

Cuando finalmente se separaron, ella alisó su falda con dedos temblorosos, él sonrió con la certeza de un marinero que al fin toca tierra firme. 

 

—Nos vemos en la próxima reunión —susurró ella, y el hechizo quedó suspendido en el aire, flotando entre los escritorios, esperando volver a cumplirse. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LA ÚLTIMA HORMIGA

Era como la última hormiga de la hilera. Caminaba al ritmo lento de la jornada, pero jamás se quejaba. Tarareaba, casi en silencio, una canción de Víctor Jara. Todos la veían, porque su cara de niña era imposible de pasar por alto. 

 

La escuadra avanzaba en línea. El sol apenas empezaba a cubrir el filo de la montaña, aún libre, aún intacto. 

 

Ella pensaba en lo hermoso de ese amanecer. En su casa, en el aroma del café que su madre preparaba antes del alba, en la risa de sus hermanos. Pensaba que, a pesar de la guerra, aún quedaban amaneceres que no podían ensuciarse con la muerte. En el transcurrir de sus pensamientos avanzó con rapidez y de pronto se vio al principio de la columna.

 

Entonces, alguien gritó: 

 

—¡Campo minado! 

 

Se quedó inmóvil durante unos segundos. 

 

Retrocedió, luego se detuvo. 

 

Después de una momentánea determinación, dio un paso más. 

 

El movimiento fue demasiado rápido. Bajo sus botas, el suelo respondió con un chasquido seco. 

 

El comandante lo entendió en el acto. No pensó, corrió hacia ella con la certeza inútil de salvarla. 

 

Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. 

 

Ella cayó de espaldas. Pero no lo miró. 

 

Respiró profundamente. 

 

Recordó cuando era niña, cuando una hormiga daba vueltas en la mesa de la cocina y ella la observaba, esperando paciente a que llegara al filo. Entonces la sopló con fuerza. 

 

Así mismo sintió que la soplaron. 

 

Y todo se apagó de repente. 

 

En la montaña solo quedó el eco de la explosión, y el amanecer se manchó de pólvora. 

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




lunes, 24 de marzo de 2025

LA MADERA Y EL VIENTO

 



Se reconocieron desde lejos.



Él lijaba un pedazo de cedro, enseñándole a un niño cómo seguir la veta sin desgarrar la madera. Ella cruzaba la calle, su silueta recortada contra el sol que moría en los tejados. Guardaban silencio, a la manera de quienes han compartido secretos en la selva, de quienes han confiado la vida al otro en las noches sin luna.



La última vez que se vieron, llevaban los fusiles cruzados en la espalda y el miedo oculto en las mochilas, ambos escuchaban con atención a Pizarro, el comandante “Carro loco”. Ahora, ella vestía de negro elegante, el maletín de abogada colgando como un estandarte de nuevas batallas. Él tenía las manos callosas, el delantal manchado de aserrín y la mirada serena de quien ha aprendido a domar el tiempo.



En el cielo asomaba la chacana, la cruz inca, guiñando desde la altura como un recordatorio. En la montaña, hace tanto, ella le decía que las estrellas eran mapas, y él le creía, porque en esos días solo había dos certezas: la lucha y el amor.



Se acercaron sin prisa. No había reclamos ni preguntas, solo la alegría que saltaba en el corazón, la certeza de que, pese a todo, la vida los traía de vuelta.



—Aquí estamos, juntos como antes —dijo él, con una sonrisa tímida.



Ella extendió la mano y recorrió con la yema de los dedos la cicatriz en su frente, la misma que tocaba en las noches de vigilia, cuando la guerra era el único futuro imaginable.



—Ahora sé que en verdad nunca nos fuimos del todo —susurró ella.



Se sentaron bajo la sombra de un nogal, mirando a los niños que tallaban figuras de madera. Él tomó un trozo y comenzó a darle forma con la navaja.



—¿Qué haces? —preguntó ella.



—Un colibrí. Dicen que es el espíritu de los que nunca se van.



Ella lo miró largo rato y sonrió. En su bufete de derechos humanos, en los pasillos de los tribunales, en las plazas donde gritaba por justicia, siempre había sentido que algo la sostenía, algo leve pero inquebrantable, como el aleteo de un colibrí.



Mientras dura el recuerdo, dura la esperanza y con la esperanza el amor.



Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 23 de marzo de 2025

EXCEPCIONAL


A sus sesenta y dos años, ya no creía en el amor. No porque nunca lo hubiera encontrado, sino porque lo había encontrado demasiadas veces. Lo tuvo en los brazos de una mujer de labios marchitos en una plaza de Cartagena, en los ojos verdes de una viuda que le enseñó a leer poesía bajo un árbol de guayacán en Medellín, en el aliento dulce de una joven que le susurró promesas en francés mientras el tren partía. Lo tuvo tantas veces que un día despertó convencido de que el amor verdadero no existía, que no era más que un espejismo del deseo o una enfermedad pasajera de la sangre.

 

"Aunque a veces me pierdo en las palabras, aunque sé que no hablo tan bien como pienso, algo en mí entiende que no hay fórmula mágica, ni trucos secretos, ni atajos escondidos para encontrar el amor", se decía cada noche, mientras la soledad le acomodaba la almohada. 

 

Vivía en una casa con olor a naftalina, rodeado de relojes que nunca coincidían en la hora exacta. Sus recuerdos eran su única compañía. Las cartas de viejos amores, amarillentas y deshechas por el tiempo, dormían en un baúl junto a pañuelos perfumados y fotografías de mujeres que hacía décadas habían dejado de pronunciar su nombre. 

 

Pero entonces llegó ella. 

 

Ya no era joven, pero seguía siendo hermosa, tal vez más hermosa que cuando le tomaron la fotografía de su cedula, que él miró por casualidad la tarde en que le pidió el favor de sacarle una copia al documento. No tenía el porte de una musa de leyenda, pero le sonrió, y eso fue suficiente. Era una mujer con el cabello enredado por el viento y una voz quebrada por las despedidas. Se cruzaron en la panadería, en un mercado de domingo, y él, que siempre había sido maestro en el arte de las conquistas fugaces, no supo qué decir. No era un amor de urgencia ni una pasión devoradora. Era una presencia serena, como un barco que llega al puerto después de muchas tormentas. 

 

Una tarde, mientras la observaba elegir naranjas en la plaza, entendió lo que nunca antes había comprendido: el amor no era un rompecabezas perfecto, donde las piezas encajan sin esfuerzo. Era más bien un caos hermoso, un mapa trazado con líneas torcidas, con rutas que se cruzan por azar o por destino. 

 

No bastaba con ser parecidos en la forma de pensar. No bastaba con compartir gustos, ni libros, ni canciones. No bastaba con decir "somos compatibles" y quedarse quieto. 

 

El amor era otra cosa. 

 

Era mirarse al filo de la luna y saber que el tiempo ya no pesa. Era perfume, palabras que marcan, roces que se quedan en las manos como cicatrices suaves. Era el sacrilegio de olvidar el miedo y saltar sin red.  El cuento, para hacerlo más corto, era descubrir un ser excepcional. Porque el amor verdadero no se deja atrapar en una receta. Se trata, precisamente, de eso: de excepciones. 

 

No, el amor verdadero era algo más sublime. Era brillante y espléndida locura. Y, sencillamente, ella era excepcional, esa era la única verdad. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Fotografía de Fabio Martínez https://www.facebook.com/photo/?fbid=779576763565015&set=a.453636804827571

miércoles, 19 de marzo de 2025

ADOPCIÓN


Desde que naciste, te prohibieron los pelos de gato y de perro, los ácaros, el polvo, el polen, los abrazos demasiado apretados y los helados en invierno. Tu madre decía que tu asma era caprichosa y que bastaba una brisa sucia para que tu pecho se cerrara como un puño. Así que creciste sin animales, mirando desde lejos, con una mezcla de deseo y resignación. 

 

Pero aquel día, cuando salías del colegio, lo viste. Lo atribuiste a una casualidad, porque así son los gatos: aparecen cuando quieren. Lo miraste despacio, con esa fascinación tibia de quien no puede tener lo que quiere. Te acercaste con indiferencia, sin decirle nada, porque sabías que los gatos no toleran las prisas ni las súplicas. 

 

Simplemente te divertía verlo, con su pelaje enmarañado, sus ojos de oro viejo y su andar de emperador destronado. Te recordó a un príncipe que había perdido su corona, pero no su dignidad. Él también te miró, primero con desconfianza, después con algo parecido al reconocimiento. Y de cuando en cuando, cuando pensabas que ya te había olvidado, volvía a aparecer en tu camino. 

 

Al principio, fue un juego. Un día él te seguía, al otro tú lo buscabas. A veces lo encontrabas dormitando en un muro, otras veces acechando un pájaro que nunca cazaba. Cada tanto elegía el lugar y te esperaba, como si estuviera midiendo tu lealtad. 

 

Así, poco a poco, se instalaron el uno en la rutina del otro. Y aunque tu madre insistía en que un gato o un perro eran imposibles en tu casa, él no le preguntó su opinión. Llegó una tarde, caminó con la seguridad de quien ha tomado una decisión y se sentó en la puerta de tu casa, mirándote. 

 

Ese día entendiste que no eras tú quien lo había elegido. Él, con su paciencia de siglos, había esperado el tiempo suficiente, y entonces más sigiloso, más bello, así como cuando el principito domesticaba al zorro, decidió que era hora de adoptar su primera humana. 

 

Desde entonces, todos asumimos que era parte de la familia. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 


viernes, 14 de marzo de 2025

EL ÚLTIMO ERROR DE CAMILO

 

Unos minutos antes, entre la multitud que hacía fila en el banco, Camilo había repasado cada detalle del plan. Sus compañeros estaban en sus posiciones. No había margen de error. La disciplina del M-19 lo había preparado para esto, y sin embargo, sintió algo extraño en el aire, un presagio en la piel. 

 

Contuvo un instante la respiración. 

 

Aterrado, sintió que la confusión empezaba a horadar su temple cuando, entre los clientes, la vio. 

 

La divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos, trató de convencerse de que era una alucinación. Pero no. Era Lucía. Su Lucía. La de los paseos en bicicleta, la de las cartas escondidas entre los libros de derecho, la que lo esperaba sin saber que él había dejado de ser un estudiante común para convertirse en un combatiente de la causa. 

 

¿Cómo iba a saber que ella iba a venir al mismo banco? 

 

Miró de soslayo alrededor. Sus compañeros, enmascarados, ya tenían controlada la sala. Un grito de mando lo devolvió a la realidad. 

 

- ¡Todos al suelo! 

 

Ella lo descubrió de inmediato, por sus zapatos cafés y esa mancha de pintura blanca en el jean, casi imperceptible, pero no para ella. 

 

Él sintió un nudo en la garganta. No hay más remedio. Tengo que hacerlo. 

 

Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocarla, con la intención de empujarla hacia un lado, protegerla, decirle algo. Pero Lucía, sin entender aún lo que pasaba, se le quedó mirando con los ojos desorbitados, como si el amor y el espanto fueran la misma cosa. 

 

Hace un rato, al llegar a la avenida, sintió el bullicio de la gente que seguía en el parque, ajena al drama. 

 

Y antes todavía, en la iglesia, cuando ella le preguntaba si estaba en algo raro, él lo había negado con una sonrisa. "Nada, solo ando ocupado". 

 

Pero ahora lo entendía: era imposible esconder una vida doble sin que la realidad se encargara de revelarla. 

 

Un disparo rompió el silencio. Luego otro. Y otro. 

 

Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, mientras caía de rodillas. 

 

Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado. 

 

Lo último que vio en su carrera por una vida más justa fue el rostro de Lucía, con la boca entreabierta y las lágrimas resbalando sin sonido, mientras el tiempo se le escapaba entre los dedos como arena. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


jueves, 13 de marzo de 2025

ENCUENTRO



Habían pasado veintidós años, siete meses y tres días desde la última vez que se vieron. El tiempo los había esculpido con la paciencia de la lluvia sobre la piedra, pero ni los surcos en la piel ni las canas en las sienes habían mermado el incendio de la espera. Se habían amado en la distancia, en cartas sin respuesta, en silencios de medianoche, en el aroma de la tierra mojada, de los caminos que les traía recuerdos de un deseo aplazado, pero nunca muerto.



La encontró en la puerta de la vieja casona de San Pedro, con el mismo desparpajo de risas que él amo la última vez que la tuvo en sus brazos. No dijeron palabra. No era necesario. Se miraron como quien encuentra una carta olvidada en un cajón, con la certeza de que todo había estado allí, esperando.



Adentro, bajo su sombra tibia, él se hizo delta, se hizo corriente. La miró desnudarse sin apuros, como quien pela un mango maduro, dejando que la piel se desprenda sola. Su boca se hundió en su geografía, donde la lengua es río y la sed insaciable. Ella se abrió como un fruto generoso, dejando escapar un gemido que olía a café y tamarindo.



En su pulpa húmeda, el aliento de él se hizo plegaria, un murmullo de agua buscando cauce en el abismo. No había prisa, no había miedo. Solo el roce lento, la caricia que es también promesa. Él se aferró a la madurez del fuego lento, de la brasa que arde sin hacer ruido, y la bebió con el ansia de quien regresa de una larga travesía por el desierto.



Y cuando el relámpago atravesó su vientre, cuando la tierra se quebró en sus labios, él se aferró a la marea de su cuerpo y se dejó arrastrar. Quedando sumergido. Devorado. Suyo.



Después, el silencio. No el del vacío, sino el de la plenitud. Afuera, las matas de café seguían su danza de viento y música. Adentro, entre sábanas que aún conservaban la memoria del sudor y el deseo, se miraron sin palabras. En la fugacidad del encuentro, se volvieron eternos.



Jorge Alberto Narváez Ceballos
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