Nadie en la oficina podía decir
con certeza cuándo había comenzado, pero lo cierto es que el deseo entre ellos
flotaba entre los escritorios como un perfume secreto, adherido a los informes,
a las tazas de café compartidas, a los roces invisibles que se perdían entre el
murmullo de las teclas. Él, con el divorcio aún fresco en la piel, con las
noches demasiado frías en una cama demasiado grande. Ella, casada, sí, pero con
un matrimonio que se había convertido en un calendario de obligaciones, en un
intercambio de horarios y silencios.
Y en medio de todo, ellos
dos.
Aquel día, la reunión transcurría
con la misma monotonía de siempre. Se hablaba de presupuestos, de fechas, de
estrategias. Pero entre ellos, entre sus miradas furtivas y los silencios que
llenaban los espacios, se hablaba de otra cosa.
Él la miraba como un hambriento
frente a un festín prohibido. Su boca, su cuello, la línea suave de su
clavícula bajo la blusa. Ella sabía que él la miraba, y se dejó mirar. Deslizó
la pierna con descuido, rozando la suya. Fue un roce breve, imperceptible para
los demás, pero lo sintieron como un relámpago recorriéndoles el cuerpo.
Se habían desnudado tantas veces
en la imaginación, que el aire mismo parecía contener la vibración de un
conjuro a punto de cumplirse.
Él imaginó su mano deslizándose
bajo la mesa, subiendo lenta, descubriendo secretos que solo el tiempo y la
espera habían hecho más intensos. Ella siguió asintiendo a las palabras del
jefe, como si entendiera, como si su cuerpo no se estuviera derritiendo ahí
mismo.
Cuando terminó la reunión, todos
se levantaron sin sospechar la tormenta que se avecinaba. Se quedaron de
últimos, como quien finge olvidar un documento, como quien espera un descuido
del destino.
—No te vayas todavía —susurró él,
y la frase fue un ruego que cerró todas las puertas del mundo.
En menos de un minuto, la tenía
contra la pared del pasillo, con el deseo acumulado en los huesos, con las
manos trazando caminos largamente postergados. El aire era espeso, la oficina
se volvía un bosque encantado donde nadie más existía, donde solo quedaban dos
cuerpos que al fin se encontraban después de años de espera.
Las luces fluorescentes titilaban
sobre ellos, y en la vibración de la bombilla, en el murmullo lejano de las
teclas aún activas, en el roce de su aliento contra su piel, todo el universo
pareció detenerse.
Cuando finalmente se separaron,
ella alisó su falda con dedos temblorosos, él sonrió con la certeza de un
marinero que al fin toca tierra firme.
—Nos vemos en la próxima reunión
—susurró ella, y el hechizo quedó suspendido en el aire, flotando entre los
escritorios, esperando volver a cumplirse.
Jorge Alberto Narváez Ceballos