Era una noche tibia en Pasto, en
un barcito de luces bajas, con mesitas de madera desgastada y música salsa, de
la brava, que se colaba entre las risas. Él levantó la cerveza y le dio un
sorbo largo, dejando que la espuma le marcara el bigote. Ella, con los ojos
brillantes de curiosidad y cerveza, se inclinó hacia él.
—¿Y entonces? ¿Cómo fue esa
vaina? —preguntó, tamborileando los dedos sobre el borde de su vaso.
Él se recostó en la silla,
entrecerrando los ojos como si buscara un recuerdo perdido en algún rincón del
bar.
—Ah, amorcito, eso no era tan de
película como la gente cree. Era más bien puro “lo que salga, se hace”. Por ahí
en el 85, con un compa del Chapal, me llevaron a una escuela en Cali. Pero fue
de pura chiripa, ¿no? Antes de eso, lo mío había sido lo que aprendí en el
liceo: Orden cerrado, gimnasia americana sin armas, arme y desarme con lo que
había, que a veces era una escopeta de balines, un revólver todo oxidado y
hasta un palo de escoba al que le habíamos puesto un alza de mira y un punto de
mira. Una vez hicimos un muñeco grandote, un Año Viejo, y le disparamos hasta
que quedó más lleno de huecos que mis pantalones.
Soltó una carcajada que hizo
voltear a algunos en el bar.
—¿Y eso de las bombas?
—interrumpió ella, con una mezcla de fascinación y horror.
—Ah, las Molotov… Eso sí era
artesanal, ¿eh? En el liceo, por la noche, hacíamos grupos de trabajo, como si
fuéramos estudiantes juiciosos. Teníamos una laboratorista que era compa y nos
conseguía ácido sulfúrico, permanganato… Pero igual, lo clásico era el trapo
con gasolina. Siempre estábamos aprendiendo, ¿sabes? No era que uno se creyera
el experto, sino que cada vez era un experimento nuevo.
Ella lo miró boquiabierta, con el
vaso en la mano.
—¿Y qué tal lo de la
inteligencia? —insistió, con el tono de quien escucha una historia
increíble.
Él volvió a reír, esta vez más
bajo, casi con nostalgia.
—¡Ni sabía qué era eso al
principio! Solo me decían: “váyase y mire, y lo que vea nos lo cuenta”. Más
tarde entendí que era eso de hacer inteligencia, pero todo era así,
improvisado. Nos guiábamos con manuales de los Tupamaros, que eran los duros, y
en Bogotá hasta llegaron algunos de ellos a enseñar. Uno aprendía hasta cosas
de lo más simples, como manejar buzones o distinguir carros enemigos. Eso era
clave, compita. Hasta hoy no puedo sentarme en un café sin quedar mirando la
puerta o entrar a un banco y ver donde esta cada cosa, cámaras, vigilancia,
puertas...en fin.
Ella soltó una risa nerviosa,
moviendo la cabeza incrédula.
—¿Y en las reuniones, qué?
¿También tenían sus rituales?
—¡Obvio! —dijo, inclinándose
hacia ella como si fuera un secreto—. Hacíamos el famoso “minuto conspirativo”.
Primero mirábamos por dónde salir si llegaba la policía o el ejército, dónde
nos encontraríamos después. Eso era ley, compa.
Se quedaron en silencio unos
segundos, mientras el bar seguía vibrando con música y voces. Él miró su
cerveza, dándole vueltas al vaso.
—¿Sabes? No era tan romántico
como la gente lo pinta. Había miedo, había caos. Pero también había risas, como
ahora. Porque, al final, la vida siempre se colaba entre todo.
Ella levantó su vaso y lo chocó
contra el suyo.
—Por las risas, entonces.
—Por las risas.
Respondió él, y bebieron, dejando
que el pasado se mezclara con el presente bajo las luces amarillentas del bar.
Después de un par de polas, salieron al hotel de la esquina, donde cada
anécdota de esa noche se convirtió en besos y caricias. Es que los del EME
siempre fueron amorositos...
Jorge Alberto Narváez Ceballos