Dedicado a los compas y las compas del EME y en especial a Hernán Barrera "Efraín", quien me contó la anécdota que aquí se narra.
En los días en que éramos miembros
del Frente Guadalupe Salcedo Unda del M-19, en Sogamoso, tierra fría con aroma
a café negro y cigarrillo en las esquinas. Trabajábamos en una lavandería,
ubicada en una casa de bareque, blanqueada con cal viva, que parecía sostenerse
solo por milagro y la necesidad de trabajar. trabajábamos cuatro necesitados
jóvenes con el patrón más tacaño con el que me ha tocado trabajar en la vida.
El susodicho, Don Evaristo, era un hombre flaco, avaricioso, y con la misma
mirada hambrienta que un perro frente a un hueso.
Un día, el techo de la sala de
planchado empezó a ceder. La humedad y el peso de la estructura lo hicieron hundir,
y Don Evaristo, viendo mi juventud y mi falta de excusas convincentes, me mandó
a escalar. “Ve a ver qué hay ahí arriba, mijo, pero no dañes nada, que eso sale
caro.”
Subí como pude, entre toses de
vapor y maldiciones por el bareque traicionero, y cuál no sería mi sorpresa
cuando encontré un cofre. Era pesado, tanto que ni con el poder de todos mis
ideales pude moverlo. Bajé con la noticia, y el brillo en los ojos de Don
Evaristo hizo que hasta las máquinas de planchar se encendieran solas. “¡Es una
guaca! ¡De seguro la enterraron hace siglos!”
Se armó el plan. Sábado en la
tarde, después de la jornada, derrumbaríamos el techo para bajar el dichoso
cofre. A cambio, Don Evaristo prometió que nos daría una parte de lo que
encontráramos, aunque todos sabíamos que su idea de “parte” era una cerveza al
clima y un billete mal planchado.
Llegó el día. Con mucho trabajo
derrumbamos el techo. El cofre cayó como si el mismo Bolívar lo hubiese lanzado
desde el más allá. Rezamos todos juntos, pero Don Evaristo, creyéndose brujo de
pueblo, insistió en que sus oraciones eran las que evitaban que la huaca se hiciera
agua.
Al abrir el cofre, esperando oro,
joyas o al menos una botella de ron, nos encontramos con bombas. Sí, bombas de
las de verdad, con papel encerado, metralla, pólvora y una mecha blanca que
parecía más para encender velas de cumpleaños que para algo serio. El susto nos
dejó más blancos que las paredes.
Decidimos deshacernos de las
bombas en la noche, después de unas cervezas para calmarnos. Las cargamos en
una vieja camioneta que rechinaba más que nuestras conciencias. Llegamos a un
puente de madera y guayas, cerca del terminal y del comando de policía, y
empezamos a tirarlas al caño con la gracia de quien lanza piedritas al
río.
Todo iba bien hasta que, a uno de
los compas, que había tomado más cervezas de las necesarias, se le ocurrió
prender una de las bombas con un cigarro. La arrojó al caño, y arrancamos en la
camioneta. Íbamos a unos 300 metros cuando la primera bomba explotó, y el resto
siguió en cadena como si alguien hubiese activado un show de fuegos
artificiales en el infierno.
El estruendo sacudió el pueblo.
La vieja camioneta apenas podía con nuestra risa nerviosa y el olor a miedo. En
el camino, nos cruzamos con una patrulla de policía y un camión del ejército
lleno de soldados que iban al lugar de los hechos como si se tratara del Apocalipsis.
Al día siguiente, los periódicos
locales gritaban titulares: “Comando del M-19 Vuela Puente en Sogamoso.” Los
cafés estaban llenos de gente comentando el heroico acto revolucionario. Hasta
nos llegaron felicitaciones desde Bogotá por nuestro supuesto
"operativo".
Eso sí, el pueblo terminó con un
puente nuevo, de doble carril y cemento. Y nosotros, aunque clandestinos, nos
convertimos en leyenda local, con risas nerviosas y el recuerdo del coletazo
del zarzo que casi nos lanza a la eternidad.