miércoles, 6 de agosto de 2025

LA PELIGROSA ALQUIMIA DEL OLVIDO: NEGACIONISMO, EXTREMA DERECHA Y LA MEMORIA HERIDA DE COLOMBIA


En Colombia, el olvido ya no se impone a garrote como en tiempos del estallido social, sino mediante falacias, cifras mutiladas y discursos que distorsionan la historia. Las marchas en defensa de Álvaro Uribe Vélez, condenado por manipulación de testigos, son más que actos políticos: reflejan un negacionismo que crece en la extrema derecha, disfrazado de opinión y sembrado con la intención de erosionar la verdad.

 

Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo. En Alemania aún se niega el Holocausto; en Guatemala, el genocidio maya; en Argentina, se minimiza la cifra de desaparecidos. Colombia, con su larga tradición de impunidad, reproduce estos discursos: aquí se niegan los 6.402 falsos positivos como si no fueran muertos sino cifras infladas por ONGs “cercanas a la guerrilla”. Se exige una lista con nombres y fotos, como si la ausencia de papeles borrara los crímenes.

 

Este negacionismo criollo se presenta con ruana y tinto, financiado con recursos del erario que les quedaron de sus negocios con el Estado, del narcotráfico y de cada negocio ilícito causado por la guerra. No se trata solo de mentir, sino de una estrategia organizada para desmontar el consenso histórico. Según Fabián Padilla Director de Fastcheck Chile, investigador del fenómeno, el negacionismo opera a través de cinco pilares: uso de falsos expertos, falacias argumentativas, expectativas imposibles, selección sesgada de datos (cherry picking) y teorías conspirativas.

 

Estas tácticas están presentes en redes sociales, medios afines y tarimas improvisadas, donde se repite el relato de un Uribe mártir, jueces controlados por la izquierda y falsos positivos inventados para desprestigiarlo. Así se construye una Colombia paralela, en la que la historia se convierte en anécdota manipulable.

 

Frente a esta ofensiva del olvido, la memoria es resistencia. Recordar es el único antídoto frente al veneno que convierte el horror en fábula y la justicia en traición. Sin memoria, las víctimas mueren dos veces: primero con las balas, luego con los discursos. Hay que recordar a don Raúl que lloró por su hijo asesinado por soldados que buscaban callarlo por no querer ser un asesino; a las madres que llevan décadas buscando a sus hijos entre archivos y fosas; a los desaparecidos en hornos crematorios y casas de pique.

 

La lucha por la memoria no es solo contra el olvido, sino contra el cinismo. Es una lucha por la dignidad de los muertos y la decencia de los vivos. Si el negacionismo se convierte en sentido común, perderemos no solo la historia, sino también nuestra humanidad.

 

Y así, como en la novela triste, 1984 de George Orwell un día podríamos despertar sin saber si fuimos víctimas o victimarios, si fuimos una nación o apenas una suma de mentiras compartidas; sin responder la pregunta si somos víctimas del poder o cómplices por nuestra obediencia. Por eso, en estos tiempos oscuros, la única marcha que vale la pena es la que camina hacia la verdad.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 




martes, 5 de agosto de 2025

COMO SI TE MIRARA


Vístete

como si te mirara desde lejos,

sin tocarte,

pero deseando cada botón,

cada hebra

que roza tu piel.

 

Elige la blusa

que insinúa más de lo que muestra,

el color

que hace temblar la luz en tu cuello,

los labios apenas pintados

como si acabaras de morder una fruta

a la que volverías.

 

Camina

como si mis ojos

te siguieran en secreto

por una ciudad que no compartimos

pero en la que ambos existimos,

bajo la misma sombra de deseo.

 

Y cuando estés sola,

cuando creas que nadie te piensa,

sabe esto:

te estoy mirando

desde el rincón exacto

donde la memoria

se confunde con la piel.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Espejo

 

 


lunes, 4 de agosto de 2025

FIEBRE


 No te alejes, amor,

que el tiempo es una fiera que no avisa.

Tu piel, ahora,

arde como una promesa a punto de romperse,

y mis manos - temblorosas -

te buscan como el agua al fuego.

 

Vendrá la tierra a morder mis ojos,

vendrán los días sin tu voz.

Déjame tomarte ahora.

Con la boca,

con el alma,

con la fiebre.

 

No es pecado amarte

si es lo único eterno que tengo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Mujer con sombrero


 

domingo, 3 de agosto de 2025

EL DÍA EN QUE MARCOS CHALITAS MATÓ A “LA CONSEJERA” EN SANTO DOMINGO


Aquel fue un día tan claro que hasta los gallinazos se sentaron a mirar el cielo. Santo Domingo, un caserío entre los pliegues más verdes del Cauca, amaneció con olor a café recalentado, a tierra mojada y a esperanza recién colada. Era 1989 y el país, todavía incrédulo, masticaba la tregua como quien prueba un bocado de algo demasiado bueno para ser cierto.

 

A media mañana, llegaron los visitantes: líderes comunitarios, sindicalistas, un obispo que olía a incienso y tabaco, periodistas que preguntaban más de la cuenta y hasta un hombre que juraba ser el nieto bastardo de Gaitán. Venían a ver con sus propios ojos si la paz del M-19 era una farsa o un milagro. En el campamento, los rebeldes se miraban entre sí con la inquietud de quien tiene invitados importantes y no ha puesto la olla.

 

Fue entonces cuando Marcos Chalitas, comandante con sombrero suaceño y alma de trapichero, se levantó de su taburete, escupió hacia el costado donde no había nadie y dijo con voz que parecía salida del mismo monte:

- ¡Hay que matar esa vaca!

 

La vaca, una res flaca y resignada que respondía al nombre de La Consejera, llevaba años sobreviviendo en la región hasta que la decisión del Comité Logístico de la guerrilla mando en busca de comida para los invitados. Nosotros estábamos haciendo la ronda de la Patrulla Militar, un grupo que se organizó para mantener la seguridad y el orden interno del campamento, y de repente el capitán nos pasó el lazo de la cual venia atada La Consejera.

 

Chalitas, que había aprendido a despellejar bestias antes de aprender a leer, y reconoció de inmediato que nosotros no teníamos ni idea de cómo preparar una res. Nos miró sonriendo y se quitó la camisa, se colgó la peinilla como en sus años de niño caqueteño y la miró a los ojos con una compasión que sólo los hombres que han visto morir a un compañero en combate pueden entender.

-Perdónanos, Consejera -murmuró-, pero hoy te necesitamos más muerta que viva.

 

La matanza fue un ritual campesino, limpio y ceremonial. Mientras uno sostenía las patas, otro decía un padrenuestro y Chalitas hundía el cuchillo con la destreza de quien siembra maíz. Luego vinieron los cortes, el reparto, el fogón que parecía un pequeño infierno y las manos tiznadas de todos: guerrilleros, amas de casa, periodistas, curas.

 

Cuando el guiso estuvo listo, Santo Domingo se convirtió en un país aparte: un país sin guerra. Se comió con las manos, con la boca abierta, con ganas de olvidar. Hubo música, guarapo de caña y carcajadas tan largas que los soldados en los cerros pensaron que la radio se había vuelto loca.

 

Chalitas, sudoroso y sonriente, servía platos como quien reparte consignas.

-La paz también se hace con carne, carajo -decía-, y con arroz que no alcanza, pero lo hacemos alcanzar.

 

Esa noche, en la hamaca de nailon que usaba para dormir bajo el cielo, Chalitas volvió a ser el niño del Caquetá que cazaba con escopeta recortada y aprendía a sembrar donde nadie sembraba nada. Su sombrero suaceño, hecho por las manos de mujeres que aún creen en las palabras, descansaba a su lado como si también estuviera agotado de tanta esperanza.

 

Los visitantes se fueron al amanecer. Algunos convencidos, otros confundidos. Pero todos llevaban el sabor de esa vaca, la historia de ese día, y el rostro de un comandante que sabía más de comunidad que de teoría revolucionaria.

Pero lo más importante es que el Comanche se había guardado para el desayuno la mejor de las presas: La cola para hacerse un caldo levanta muertos.

 

Años después, en un día de esos que me gusta cocinar para la familia, le conté a mi hijo, mientras le servía sancocho:

-Este caldo me lo enseñó a hacer Chalitas, el día en que mató una vaca para alimentar la paz.

 

Y mi hijo aún niño, sin saber bien qué quería decir eso, comería en silencio. Porque hay cosas, como la dignidad o la ternura, que se entienden mejor con el estómago lleno.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Marco Antonio Chalitas "El constituyente Campesino"

MIRAR EL SOL


Ven.

No tardes.

 

Mi cuerpo te anhela

como se desea el fuego

en una tarde lluviosa y fría:

sin teoría,

con urgencia.

 

Mis manos te extrañan al despertar,

como si tus dedos fueran

el primer aliento de vida.

 

Tu olor  - sí, tu olor -

me invade el pensamiento.

Baja,

me sacude,

me anima

a seguir viviendo.

 

Ven a mi cuarto.

No hables.

Solo golpea.

Solo aparece,

como llega la noche buena.

 

Que mis labios y tu piel

se reconozcan sin explicación.

Que el deseo nos lleve

sin culpa,

sin nombre,

sin final.

 

Tómame

como quieras,

como siempre,

como nunca.

 

Esta vez

no habrá límites,

solo las ganas

de levantarnos a mirar el sol.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

Mi tierra la del Galeras

viernes, 25 de julio de 2025

CARTAS DE AMOR 46

Señora Bonita,

 

No se lo diga a nadie, pero cuando usted no está, pienso con tanta claridad que hasta me da miedo. Y, sin embargo, apenas me mira, me quiebro.

Hay algo en su boca que no es solo boca: es un abismo dulce, y yo - lo confieso - quisiera caer ahí como quien se entrega al milagro.

No sé si esto que siento es amor, fiebre o delirio, pero cada vez que la imagino, algo dentro de mí arde y se rompe al mismo tiempo.

La deseo, sí. Pero no como se desea algo bonito. La deseo como se desea el agua cuando se ha caminado por el desierto.

Quisiera tenerla aquí, pegada a mí, respirándome en el cuello, diciéndome con el cuerpo todo eso que las palabras no saben decir.

 

Pero también me asusta. Porque usted me importa. Y cuando algo me importa, tiemblo.

Tengo miedo de que esto que arde se vuelva ceniza sin siquiera haber tocado su piel; miedo de que la vida, en su torpeza, nos desvíe antes de cruzarnos de verdad.

Y aun así, le escribo.

Porque usted me hace querer apostar.

Porque su risa suena exactamente como la felicidad que siempre imaginé.

 

No le pido nada.

Ni promesas ni certezas.

Solo que, si un día usted también tiembla por mí, no calle.

 

Yo estaré aquí, con las manos abiertas y la boca - mi única bandera - lista para rendirse en su abismo dulce.

 

Siempre suyo,

en pensamiento, deseo

y temblor.


Jorge Alberto Narváez Ceballos  



miércoles, 23 de julio de 2025

LA MAÑANA SIGUIENTE


 

Nadie supo que ellos se habían amado desde siempre, tampoco supieron que se habían amado por fin. Lo supieron los geranios que esa noche no durmieron, lo supieron los gallos que cantaron antes del alba como si algo sagrado hubiese ocurrido, lo supo el sol, que empujó la brisa con más furia para abrir las cortinas del cuarto, y lo supo la cama vieja de hierro forjado, que crujió como una embarcación que por fin llegaba al puerto después de años errando por mares sin nombre.

 

Habían tardado una vida en llegar allí. Una vida con hijos y domingos, con amores esquivos y olvidos enredados en el tiempo, con esperas interrumpidas, de llamadas mudas, de cartas nunca enviadas, de reencuentros en esquinas donde los labios no se rozaban, pero las miradas se hundían, como cuchillos en la memoria. Se vieron muchas veces, sí, pero como se ve el relámpago antes del trueno: sabiendo que algo iba a suceder, tarde o temprano, aunque no se supiera cuándo ni dónde.

 

Esa noche sucedió. Sin aviso, sin ceremonia, sin otro dios que no fuera el cuerpo pidiendo ser cuerpo. No hablaron. No lo necesitaron. Se desnudaron como quien vuelve al origen, al idioma anterior a la gramática, al tiempo anterior al tiempo.

 

Él la miró sin palabras, con la vehemencia callada del hombre que ha esperado demasiado, y ella lo miró como quien ya sabía todo lo que iba a pasar y aun así no se defendía. Cuando sus cuerpos se encontraron, lo hicieron como se encuentran las cosas que ya se conocen: con la ternura salvaje del destino que por fin cumple su promesa.

 

La habitación, alquilada por una noche, se volvió mundo. En el espejo del baño, el vapor de sus cuerpos dibujó una niebla espesa donde solo cabían sus sombras. Ella se arqueó, y él supo que había cruzado todos los desiertos solo para llegar a esa espalda. El olor a ella - sal, yerba, sombra - lo envolvió como una certeza que no había querido pronunciar, pero que siempre lo sostuvo durante todos esos años de ausencia.

 

El amor ocurrió así, sin gramática, sin nombres, sin altar. Con el alfabeto de la piel, con el verbo entre los dedos, con el adentro palpitando contra el adentro. Como si el tiempo no existiera, o como si todos los relojes del universo se hubieran detenido para permitirles esa eternidad embriagadora.

 

No se lo dijeron. Ninguno. Ni un “te amo” ni un “por fin”. Solo se escucharon los cuerpos y el crujir de la cama, el jadeo contenido, la respiración salvaje que solo se tiene una vez en la vida. La verdad estaba allí, pegada a los muslos, resbalando por la boca, ardiendo bajo la lengua.

 

Amanecieron sin saber si era lunes o sábado, si estaban en la ciudad o en la memoria. Ella se levantó primero, con la desnudez intacta como una bandera recién izada. Fue hasta la cocina. El café burbujeó como una risa vieja, y él la observó desde la cama con la devoción con que se mira el sol después de una larga noche de naufragio.

 

La luz entró como una bendición tibia, y por un segundo, él creyó que se trataba de un milagro. Pero no: solo era el amor, ese amor salvaje que habían esperado, perdido y reencontrado tantas veces, y que al fin, sin palabras ni ceremonia, había decidido quedarse. Y quedarse para siempre.

 

Desde entonces, nadie supo por qué él dejó de escribir poemas tristes, ni por qué ella ya no lloraba en las despedidas. Nadie entendió por qué el volcán amanecía más calmo, ni por qué el gallo del vecino cantaba más temprano. Solo ellos sabían que al fin había sucedido. Y que la eternidad, cuando por fin se posa en la carne, no necesita ser anunciada.

 

Solo ser vivida.

Sin dios.

Sin gramática.

Solo con el verbo ardiendo bajo la lengua. Un verbo sin conjugación, pero que se dice, se hace, se encarna, cada mañana siguiente.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos