miércoles, 20 de noviembre de 2024

EL COLETAZO DEL ZARZO

 

Dedicado a los compas y las compas del EME y en especial a Hernán Barrera "Efraín", quien me contó la anécdota que aquí se narra.

 

En los días en que éramos miembros del Frente Guadalupe Salcedo Unda del M-19, en Sogamoso, tierra fría con aroma a café negro y cigarrillo en las esquinas. Trabajábamos en una lavandería, ubicada en una casa de bareque, blanqueada con cal viva, que parecía sostenerse solo por milagro y la necesidad de trabajar. trabajábamos cuatro necesitados jóvenes con el patrón más tacaño con el que me ha tocado trabajar en la vida. El susodicho, Don Evaristo, era un hombre flaco, avaricioso, y con la misma mirada hambrienta que un perro frente a un hueso. 

 

Un día, el techo de la sala de planchado empezó a ceder. La humedad y el peso de la estructura lo hicieron hundir, y Don Evaristo, viendo mi juventud y mi falta de excusas convincentes, me mandó a escalar. “Ve a ver qué hay ahí arriba, mijo, pero no dañes nada, que eso sale caro.” 

 

Subí como pude, entre toses de vapor y maldiciones por el bareque traicionero, y cuál no sería mi sorpresa cuando encontré un cofre. Era pesado, tanto que ni con el poder de todos mis ideales pude moverlo. Bajé con la noticia, y el brillo en los ojos de Don Evaristo hizo que hasta las máquinas de planchar se encendieran solas. “¡Es una guaca! ¡De seguro la enterraron hace siglos!” 

 

Se armó el plan. Sábado en la tarde, después de la jornada, derrumbaríamos el techo para bajar el dichoso cofre. A cambio, Don Evaristo prometió que nos daría una parte de lo que encontráramos, aunque todos sabíamos que su idea de “parte” era una cerveza al clima y un billete mal planchado. 

 

Llegó el día. Con mucho trabajo derrumbamos el techo. El cofre cayó como si el mismo Bolívar lo hubiese lanzado desde el más allá. Rezamos todos juntos, pero Don Evaristo, creyéndose brujo de pueblo, insistió en que sus oraciones eran las que evitaban que la huaca se hiciera agua. 

 

Al abrir el cofre, esperando oro, joyas o al menos una botella de ron, nos encontramos con bombas. Sí, bombas de las de verdad, con papel encerado, metralla, pólvora y una mecha blanca que parecía más para encender velas de cumpleaños que para algo serio. El susto nos dejó más blancos que las paredes. 

 

Decidimos deshacernos de las bombas en la noche, después de unas cervezas para calmarnos. Las cargamos en una vieja camioneta que rechinaba más que nuestras conciencias. Llegamos a un puente de madera y guayas, cerca del terminal y del comando de policía, y empezamos a tirarlas al caño con la gracia de quien lanza piedritas al río. 

 

Todo iba bien hasta que, a uno de los compas, que había tomado más cervezas de las necesarias, se le ocurrió prender una de las bombas con un cigarro. La arrojó al caño, y arrancamos en la camioneta. Íbamos a unos 300 metros cuando la primera bomba explotó, y el resto siguió en cadena como si alguien hubiese activado un show de fuegos artificiales en el infierno. 

 

El estruendo sacudió el pueblo. La vieja camioneta apenas podía con nuestra risa nerviosa y el olor a miedo. En el camino, nos cruzamos con una patrulla de policía y un camión del ejército lleno de soldados que iban al lugar de los hechos como si se tratara del Apocalipsis. 

 

Al día siguiente, los periódicos locales gritaban titulares: “Comando del M-19 Vuela Puente en Sogamoso.” Los cafés estaban llenos de gente comentando el heroico acto revolucionario. Hasta nos llegaron felicitaciones desde Bogotá por nuestro supuesto "operativo". 

 

Eso sí, el pueblo terminó con un puente nuevo, de doble carril y cemento. Y nosotros, aunque clandestinos, nos convertimos en leyenda local, con risas nerviosas y el recuerdo del coletazo del zarzo que casi nos lanza a la eternidad. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 

fotografía del álbum de "Efraín" 


 

CERVEZAS, RISAS Y CONSPIRACIONES


 

Era una noche tibia en Pasto, en un barcito de luces bajas, con mesitas de madera desgastada y música salsa, de la brava, que se colaba entre las risas. Él levantó la cerveza y le dio un sorbo largo, dejando que la espuma le marcara el bigote. Ella, con los ojos brillantes de curiosidad y cerveza, se inclinó hacia él. 

 

—¿Y entonces? ¿Cómo fue esa vaina? —preguntó, tamborileando los dedos sobre el borde de su vaso. 

 

Él se recostó en la silla, entrecerrando los ojos como si buscara un recuerdo perdido en algún rincón del bar. 

 

—Ah, amorcito, eso no era tan de película como la gente cree. Era más bien puro “lo que salga, se hace”. Por ahí en el 85, con un compa de Chapal, me llevaron a una escuela en Cali. Pero fue de pura chiripa, ¿no? Antes de eso, lo mío había sido lo que aprendí en el liceo: Orden cerrado, gimnasia americana sin armas, arme y desarme con lo que había, que a veces era una escopeta de balines, un revólver todo oxidado y hasta un palo de escoba al que le habíamos puesto un alza de mira y un punto de mira. Una vez hicimos un muñeco grandote, un Año Viejo, y le disparamos hasta que quedó más lleno de huecos que mis pantalones. 

 

Soltó una carcajada que hizo voltear a algunos en el bar. 

 

—¿Y eso de las bombas? —interrumpió ella, con una mezcla de fascinación y horror. 

 

—Ah, las Molotov… Eso sí era artesanal, ¿eh? En el liceo, por la noche, hacíamos grupos de trabajo, como si fuéramos estudiantes juiciosos. Teníamos una laboratorista que era compa y nos conseguía ácido sulfúrico, permanganato… Pero igual, lo clásico era el trapo con gasolina. Siempre estábamos aprendiendo, ¿sabes? No era que uno se creyera el experto, sino que cada vez era un experimento nuevo. 

 

Ella lo miró boquiabierta, con el vaso en la mano. 

 

—¿Y qué tal lo de la inteligencia? —insistió, con el tono de quien escucha una historia increíble. 

 

Él volvió a reír, esta vez más bajo, casi con nostalgia. 

 

—¡Ni sabía qué era eso al principio! Solo me decían: “váyase y mire, y lo que vea nos lo cuenta”. Más tarde entendí que era eso de hacer inteligencia, pero todo era así, improvisado. Nos guiábamos con manuales de los Tupamaros, que eran los duros, y en Bogotá hasta llegaron algunos de ellos a enseñar. Uno aprendía hasta cosas de lo más simples, como manejar buzones o distinguir carros enemigos. Eso era clave, compita. Hasta hoy no puedo sentarme en un café sin quedar mirando la puerta o entrar a un banco y ver donde esta cada cosa, cámaras, vigilancia, puertas...en fin. 

 

Ella soltó una risa nerviosa, moviendo la cabeza incrédula. 

 

—¿Y en las reuniones, qué? ¿También tenían sus rituales? 

 

—¡Obvio! —dijo, inclinándose hacia ella como si fuera un secreto—. Hacíamos el famoso “minuto conspirativo”. Primero mirábamos por dónde salir si llegaba la policía o el ejército, dónde nos encontraríamos después. Eso era ley, compa. 

 

Se quedaron en silencio unos segundos, mientras el bar seguía vibrando con música y voces. Él miró su cerveza, dándole vueltas al vaso. 

 

—¿Sabes? No era tan romántico como la gente lo pinta. Había miedo, había caos. Pero también había risas, como ahora. Porque, al final, la vida siempre se colaba entre todo. 

 

Ella levantó su vaso y lo chocó contra el suyo. 

 

—Por las risas, entonces. 

 

—Por las risas. 

 

Respondió él, y bebieron, dejando que el pasado se mezclara con el presente bajo las luces amarillentas del bar. Después de un par de polas, salieron al hotel de la esquina, donde cada anécdota de esa noche se convirtió en besos y caricias. Es que los del EME siempre fueron amorositos... 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



Bar "Los chavos"
Pasto-Nariño


LLUVIA


 

Cae la lluvia, pausada,

como un aliento primigenio que dibuja, 

gota a gota, mapas invisibles 

sobre la piel callada de la tierra. 

Sus dedos tocan raíces dormidas, 

las despiertan en susurros de agua. 

 

No llora el cielo, no, 

solo recuerda el río que partió, 

la promesa del rocío que nunca se cansa, 

y en su lengua de nube murmura 

a los surcos abiertos, 

a la tarde que espera el milagro 

de lo que germina en el silencio. 

 

La tierra respira hondo, 

las hojas, cansadas del olvido, 

beben la luz líquida 

que trae la lluvia consigo. 

 

Barro y canto se entrelazan, 

y el agua, como un velo vivo, 

acaricia los cabellos verdes de la montaña. 

Construye la lluvia, 

teje en su caída el eco de los ancestros, 

un llamado hondo a sembrar vida, 

a habitar la tierra con memoria y deseo. 

 

Bajo su gris manto, 

los colores sueñan su regreso, 

la danza de la vida florece, 

y nosotros, hundidos hasta los tobillos en el barro, 

escuchamos el susurro más puro, 

la voz misma de la tierra que canta. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Samaniego
Darwin Córdoba


martes, 19 de noviembre de 2024

EL VIAJE AL PUTUMAYO

(Texto resultado del trabajo en red en la pandemia del COVID 19 mediante el uso de la técnica creativa colectiva de "cadáveres exquisitos")

 

El camino serpenteaba como un capricho de la tierra, una cicatriz abierta en el corazón de la selva. Mi padre y yo éramos dos figuras minúsculas arrastrando un cargamento de zapatos que pendían de nuestras espaldas como trofeos ajenos. Él, con esa elocuencia que lo hacía parecer un caudillo de mercaderes, comandaba nuestra marcha con un ademán firme y una voz que resonaba más allá del follaje: "No aflojes, mijo, que la selva no espera a nadie." 

 

La selva no era un simple paisaje, era un ser vivo, una criatura mítica que nos envolvía con su aliento húmedo y su manto de hojas. Cada amanecer era un espectáculo de luces y sonidos, donde las hojas murmuraban secretos de lluvias ancestrales y los pájaros esparcían arreboles en el cielo como si bordaran un lienzo. "Esta tierra es infinita, mijo," decía mi padre, su voz diluyéndose entre el rugido incesante del río. 

 

Había una magia primitiva en esos días. La aurora se desplegaba sobre nosotros como un presagio, y por un instante, el peso de las alforjas y el cansancio se desvanecían. Pero siempre regresaba, el peso, el sudor, el recuerdo de nuestra misión: llegar al pueblo donde los zapatos se convertirían en panes, en sonrisas, en una esperanza renovada para nuestra familia. 

 

En el camino, nos cruzábamos con rostros curtidos por el sol y el tiempo, hombres y mujeres que hablaban más con sus gestos que con palabras. Sus manos, ásperas pero gentiles, nos ofrecían agua, un plátano, o simplemente una sonrisa cargada de compasión. "Ellos entienden, mijo," decía mi padre al aceptar sus obsequios con la solemnidad de un pacto. "Saben que la vida es efímera, pero los gestos no." 

 

Sin embargo, la selva también tenía su lado sombrío. A veces, el aire se volvía pesado, lleno de murmullos que parecían surgir de las sombras mismas. Las ramas crujían donde no había nadie, y el eco de nuestros pasos se sentía demasiado cercano. "No temas, mijo," decía mi padre con un tono que intentaba ser firme. "La selva nos mide, nos pone a prueba. Solo se entrega a los que la enfrentan completos." 

 

El viaje fue largo, tan largo que el tiempo pareció perderse en el cauce del río. Pero llegamos. En el pueblo, los zapatos encontraron nuevos dueños, y mi padre sonrió con la satisfacción serena de quien ha cumplido un destino. Yo, en cambio, comprendí algo que entonces no pude nombrar: el viaje no era solo por los zapatos, sino por mí mismo, por lo que sería después de haber cruzado esa inmensidad indómita. 

 

Cuando dejamos el pueblo, la selva nos despidió con una calma inusual. Los colores ya no me intimidaban, y el río, que antes rugía como un monstruo, ahora cantaba como un amigo fiel. "¿Sabes algo, mijo?" me dijo mi padre mientras la espesura se quedaba atrás. "Esto no se trata de llegar, sino de aprender a volver. Y de lo que la selva nos deja en el corazón en ese camino." 

 

Seguimos caminando, dos figuras pequeñas en el horizonte, mientras la aurora, con su luz inconmensurable, nos daba la bienvenida una vez más.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 



VUELO


Las comisuras de tus labios

no ocultan lo que sientes,

son un susurro que vuela 

en el viento,

un secreto que se entrega

sin prisa. 

Tus ojos, dos soles inmensos,

no pueden esconder 

lo que tu corazón ya ha dicho

en mil madrugadas. 

 

Y yo, 

yo me elevo, 

me convierto en un ave que recorre el cielo, 

te sigo en mis sueños, 

en cada uno de ellos, 

donde volamos juntos, 

donde no hay distancias ni despedidas. 

Es un vuelo eterno, 

tu amor y el mío, 

tejiendo en las nubes 

el milagro de un abrazo 

que nunca termina.

Te amo. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


CARNAVAL SIN PALABRAS


El bus lo vomitó en medio del caos. Pasto lo recibió con un guayabo de talco y espuma en los muros, como si la ciudad también hubiera pasado su propia noche de excesos. Era 6 de enero, el último respiro del carnaval, y él cargaba encima el peso de los años, las mochilas, los silencios. 

 

Había vuelto porque quería comprobar si algo de ese lugar todavía le pertenecía, pero apenas pisó las calles, se dio cuenta de que todo había cambiado. Las fachadas eran otras, las esquinas más estrechas o más anchas, y el aire estaba lleno de una algarabía que le golpeaba el pecho con cada grito, cada risa. 

 

Llegó al viejo barrio y saludó a un par de personajes que eran inmutables, los mismos de siempre; hasta su olor era idéntico: cerveza y marihuana. Sacaron una bota de cuero llena de una mezcla explosiva de ron, manzanilla y aguardiente, a la que rindieron con una toronja litro. Otra vez como cuando tenían 19 años y el cuerpo no se resentía como ahora. Caminaron por una hora charlando, recordando a los que no encontraron, a las que se marcharon sin dejar rastro, a esos y esas que alguna vez pasaron por su vida. Bajaron el contenido de la bota con cada remembranza, unos plones de vareta y mucha risa. 

 

Y entonces la vio. 

 

Ella estaba allí, como si el tiempo no la tocara, entre el tumulto de colores y espuma, riéndose con el tipo que le ponía una corona de papel en la cabeza. Esa risa, maldita sea, esa risa que él había jurado olvidar y que ahora lo tenía clavado al suelo como un árbol torcido. 

 

Quiso acercarse, decirle algo, cualquier cosa: que el viaje había sido largo, que su vida era un desastre, que la extrañaba como a nadie, que estaba allí por ella. Pero no lo hizo. Se quedó paralizado, observando cómo el carnaval la devoraba, cómo se perdía entre canciones y gritos, como un sueño que se escapa y que cuando uno apenas despierta intenta recordar. 

 

Encendió un cigarro, aunque hacía años que no fumaba. El humo lo cubrió como un escudo. Pensó en lo fácil que sería caminar hasta ella, tocarle el hombro, decirle: “Oye, estoy aquí”. Pero el miedo se le anudó en la garganta. El miedo a que no lo reconociera, a que sí lo hiciera, a que no quedara nada que valiera la pena rescatar. 

 

Y entonces se dio la vuelta. Se dejó arrastrar por la marea de cuerpos sudorosos, por las comparsas que cantaban hasta romperse la voz. Caminó sin rumbo, el sonido del carnaval ensordeciéndolo, las risas ajenas haciéndolo sentir más solo que nunca. 

 

En una esquina, alguien le arrojó espuma a la cara, y él rió, aunque no quería. La espuma le nubló la vista, pero supo que era mejor así. Mejor no verla más, no intentar nada, dejar que ella siguiera siendo el recuerdo perfecto de lo que nunca pudieron ser. 

 

Se perdió en el bullicio. Y cuando la música paró, ya no quedaba rastro de él ni de ella. Solo el eco de un carnaval que seguía girando, como su cabeza, como su vida. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 18 de noviembre de 2024

RAÍCES


 

He caminado descalzo sobre la memoria, 

en esta tierra que respira en sombras añejas, 

que guarda ecos de soles enterrados 

y murmullos de cielos desbordados en oro. 

 

Cada paso, es un temblor de hojas, 

un verso tejido en la brisa húmeda, 

un suspiro que el viento abraza 

como quien sostiene un ramo de olvidos. 

 

Las montañas, solemnes,

cantan, no en palabras, sino en piedras, 

su silencio hondo y su verdad de raíces 

que descienden al corazón de la tierra, 

donde el tiempo no guarda relojes, 

donde el horizonte era un hogar, 

y no una línea de exilio. 

 

¿Quién soy, sino un eco en las colinas, 

el hijo de un árbol que guarda secretos, 

la savia que sigue los hilos de la lluvia? 

Y aunque mi voz se quiebre como un río en invierno, 

las raíces aún claman su canto a la luz,

las raíces siguen gritando. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba