lunes, 4 de agosto de 2025

FIEBRE


 No te alejes, amor,

que el tiempo es una fiera que no avisa.

Tu piel, ahora,

arde como una promesa a punto de romperse,

y mis manos - temblorosas -

te buscan como el agua al fuego.

 

Vendrá la tierra a morder mis ojos,

vendrán los días sin tu voz.

Déjame tomarte ahora.

Con la boca,

con el alma,

con la fiebre.

 

No es pecado amarte

si es lo único eterno que tengo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Mujer con sombrero


 

domingo, 3 de agosto de 2025

EL DÍA EN QUE MARCOS CHALITAS MATÓ A “LA CONSEJERA” EN SANTO DOMINGO


Aquel fue un día tan claro que hasta los gallinazos se sentaron a mirar el cielo. Santo Domingo, un caserío entre los pliegues más verdes del Cauca, amaneció con olor a café recalentado, a tierra mojada y a esperanza recién colada. Era 1989 y el país, todavía incrédulo, masticaba la tregua como quien prueba un bocado de algo demasiado bueno para ser cierto.

 

A media mañana, llegaron los visitantes: líderes comunitarios, sindicalistas, un obispo que olía a incienso y tabaco, periodistas que preguntaban más de la cuenta y hasta un hombre que juraba ser el nieto bastardo de Gaitán. Venían a ver con sus propios ojos si la paz del M-19 era una farsa o un milagro. En el campamento, los rebeldes se miraban entre sí con la inquietud de quien tiene invitados importantes y no ha puesto la olla.

 

Fue entonces cuando Marcos Chalitas, comandante con sombrero suaceño y alma de trapichero, se levantó de su taburete, escupió hacia el costado donde no había nadie y dijo con voz que parecía salida del mismo monte:

- ¡Hay que matar esa vaca!

 

La vaca, una res flaca y resignada que respondía al nombre de La Consejera, llevaba años sobreviviendo en la región hasta que la decisión del Comité Logístico de la guerrilla mando en busca de comida para los invitados. Nosotros estábamos haciendo la ronda de la Patrulla Militar, un grupo que se organizó para mantener la seguridad y el orden interno del campamento, y de repente el capitán nos pasó el lazo de la cual venia atada La Consejera.

 

Chalitas, que había aprendido a despellejar bestias antes de aprender a leer, y reconoció de inmediato que nosotros no teníamos ni idea de cómo preparar una res. Nos miró sonriendo y se quitó la camisa, se colgó la peinilla como en sus años de niño caqueteño y la miró a los ojos con una compasión que sólo los hombres que han visto morir a un compañero en combate pueden entender.

-Perdónanos, Consejera -murmuró-, pero hoy te necesitamos más muerta que viva.

 

La matanza fue un ritual campesino, limpio y ceremonial. Mientras uno sostenía las patas, otro decía un padrenuestro y Chalitas hundía el cuchillo con la destreza de quien siembra maíz. Luego vinieron los cortes, el reparto, el fogón que parecía un pequeño infierno y las manos tiznadas de todos: guerrilleros, amas de casa, periodistas, curas.

 

Cuando el guiso estuvo listo, Santo Domingo se convirtió en un país aparte: un país sin guerra. Se comió con las manos, con la boca abierta, con ganas de olvidar. Hubo música, guarapo de caña y carcajadas tan largas que los soldados en los cerros pensaron que la radio se había vuelto loca.

 

Chalitas, sudoroso y sonriente, servía platos como quien reparte consignas.

-La paz también se hace con carne, carajo -decía-, y con arroz que no alcanza, pero lo hacemos alcanzar.

 

Esa noche, en la hamaca de nailon que usaba para dormir bajo el cielo, Chalitas volvió a ser el niño del Caquetá que cazaba con escopeta recortada y aprendía a sembrar donde nadie sembraba nada. Su sombrero suaceño, hecho por las manos de mujeres que aún creen en las palabras, descansaba a su lado como si también estuviera agotado de tanta esperanza.

 

Los visitantes se fueron al amanecer. Algunos convencidos, otros confundidos. Pero todos llevaban el sabor de esa vaca, la historia de ese día, y el rostro de un comandante que sabía más de comunidad que de teoría revolucionaria.

Pero lo más importante es que el Comanche se había guardado para el desayuno la mejor de las presas: La cola para hacerse un caldo levanta muertos.

 

Años después, en un día de esos que me gusta cocinar para la familia, le conté a mi hijo, mientras le servía sancocho:

-Este caldo me lo enseñó a hacer Chalitas, el día en que mató una vaca para alimentar la paz.

 

Y mi hijo aún niño, sin saber bien qué quería decir eso, comería en silencio. Porque hay cosas, como la dignidad o la ternura, que se entienden mejor con el estómago lleno.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Marco Antonio Chalitas "El constituyente Campesino"

MIRAR EL SOL


Ven.

No tardes.

 

Mi cuerpo te anhela

como se desea el fuego

en una tarde lluviosa y fría:

sin teoría,

con urgencia.

 

Mis manos te extrañan al despertar,

como si tus dedos fueran

el primer aliento de vida.

 

Tu olor  - sí, tu olor -

me invade el pensamiento.

Baja,

me sacude,

me anima

a seguir viviendo.

 

Ven a mi cuarto.

No hables.

Solo golpea.

Solo aparece,

como llega la noche buena.

 

Que mis labios y tu piel

se reconozcan sin explicación.

Que el deseo nos lleve

sin culpa,

sin nombre,

sin final.

 

Tómame

como quieras,

como siempre,

como nunca.

 

Esta vez

no habrá límites,

solo las ganas

de levantarnos a mirar el sol.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

Mi tierra la del Galeras