Esa
tarde escoge el mejor de sus vestidos, delinea sus labios y le da un pequeño
retoque a sus mejillas, se mira al espejo, sabe lo que tiene.
El
rastro de perfume deja un halo inocultable a su paso, está dispuesta a cobrar
esa deuda, que como los tahúres, la asume como una deuda de honor.
La
rabia y el dolor la hacen más bella, más coqueta, más indefensa, más peligrosa,
nadie podría decirle que no.
Se
sienta y empieza a mirar el reloj. Los minutos se hacen eternos. Pide una
cerveza y enciende un cigarrillo, los minutos siguen siendo eternos.
¿Cómo
vino a suceder si hasta hace unos días era la mujer más feliz del
universo?
Cuando
ya había perdido la esperanza de que llegue, lo vio entrar con un aire de
preocupación, entonces le contó lo sucedido, le dio la información tratando de
ser lo más minuciosa posible.
Le
contó del dolor que estaba sintiendo, le describió con una paciencia calculada
lo que debían hacer para cobrar esa afrenta y rieron celebrando su complicidad.
Salieron
a su casa. En el taxi comenzaron la venganza con una rabia tal, que casi no
alcanzan a llegar hasta la cama. Ya en su cuarto se entregaron a cumplir el
viejo adagio: “Ojo por ojo”.
II
En
la noche el llega como siempre y ella como siempre lo recibe, lo besa, le sirve
la cena, le quita los zapatos y conversa de algún tema cotidiano, su hijo
duerme plácido en su cuna…
Finge
dormir una vez más, deja que él se duerma entre sus brazos, esta vez sin la
monotonía de su amor gastado.
El
primer trofeo de su cadena de venganza se desliza húmedo entre sus piernas y se
dibuja una sonrisa en su rostro. Piensa que este es el primero porque en el
plan que ha diseñado está dispuesto, que de esto no se salva ninguno de sus
amigos.
Mientras
tanto seguirán jugando a la casita.
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