cuando todo indicaba que el telón debía caer
y preparar el escenario para la función de otra tarde,
en medio de la bruma de la casi noche
al final de la calle,
te vi venir entre la luz de esta bombilla de 60 vatios.
Fluye, todo lo contenido en este tiempo sin que me importe el porvenir,
por qué había de importarme ahora si nunca he pensado en el fin
si nunca he temido al final de los profetas,
a las palabras que cierran o despiden
o a las sabidurías fanáticas que fluyen en los arroyos amargos
de las verdades rebeladas.
El gran deseo de tenerte, fluye,
se desprende del tiempo y del vacío
se hace uno con la esperanza de volver a verte
y tengo en la boca el sabor de tu último beso,
en las manos se despierta la tersura de tu piel
y la humedad de tus mieles más dulces.
Paralizado en el momento
te veo caminar placida y serena
rompiendo el silencio y el espacio,
fuente de placer, disoluta y segura,
tierna y refinada,
sonriente.
El amanecer empezó entonces
en los pliegues de tu falda a cuadros,
en los largos cordones de tus botas negras,
en tu blusa de satín humedecido,
en la magia de tus ojos,
en lo hermoso de tu pelo enredado entre mis dedos.
Hicimos el amor que estaba hecho,
descubrimos el placer ya descubierto,
lo peor que podía pasar ya había pasado
y olvidamos cada sufrimiento aquí en la tierra
para adentrarnos al espacio de los dioses
recordando cada uno de los senderos que ya andamos.
Traté o trato de acostumbrarme a que te vayas,
te juro que lo intento cada día, día tras día,
en cada rincón de este cuarto yo lo intento,
tomo aguas de yerbas aromáticas,
de vez en cuando un vino de la copa que aún tiene
las huellas de tus labios,
abrazo el saco de lana que se te olvido en mi cama
alguna de estas tardes,
le rezo a la santa patrona de los mares,
a los orishas, a los espíritus de la selva y las montañas,
pero entonces cuando creo que ya no te extraño
en mis entrañas,
suena esa canción que evoca nuestra historia
y que me cuenta cosas que no sabía de ti.
Jorge Narváez C.
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