Tumbado en el sofá de la sala mira las lámparas
encendidas, el reloj de péndulo del cual alardeaba Irene, da las nueve
campanadas y él enciende un cigarrillo esperando que ella salga.
Cada día trae sus pequeñas sorpresas, para él este
trajo una grande, muy grande para ser preciso. Esta mañana se levanto temprano,
salió sin que nada vislumbrara una noche como la que había de llegar, transitó
las calles polvorientas, llegó al trabajo como todos los días y como todos los
días salió a almorzar al restaurante de enfrente, la tarde y su modorra
trascurrieron también dentro de lo presupuestado, pero casi al fin de la
jornada la vio entrar a su oficina con el desparpajo habitual que siempre ha
amado.
Parsimonioso como siempre la invito a pasar y ella
se sentó al filo del escritorio dejando ver sus hermosas pantorrillas saliendo
de su vestido rojo de líneas blancas y le dijo con voz burlona: “Así que no te
has muerto, pensaba que te habías muerto”. Y aunque él rió a carcajadas junto
con ella, por dentro sabía que quería decirle con esas palabras.
Salieron del café a su casa, ella quería cambiarse
para ir de rumba y así lo hicieron, el cigarrillo termina casi en el filtro y
sus dedos amarillentos lo refriegan en el cenicero de cristal de la mesita de
centro. Piensa en las posibilidades de esa noche, pero deja que sea el destino el que tome las decisiones, como siempre le ha pasado con ella.
Baja las gradas de mármol, él la ve por el
ventanal de la sala, botines negros, jeans bota campana, blusa de flores
azules, chaqueta de cuero y la boina negra colofón a su belleza. Se pasea
ostentoso llevándola de brazo por las calles semidesiertas de la ciudad; entran
al lugar donde el dueño los conoce a los dos y los ubica en una mesa cerca a la
barra, la música retumba y ella ríe a carcajadas.
Desde donde está sentado puede observar el salón
completo, las mesas están llenas en su totalidad y la gente baila y acompaña
con sus palmas y hacen los coros de los temas antillanos que el ama desde que
la ama a ella. Su aire aristocrático contrasta con su alegría que desborda y
que contagia, baila junto a ella, disfruta la cercanía de su rostro, su perfume
que lo embriaga y esa oquedad perfecta para su mano, al empezar su cadera,
justo en su cintura debajo de su blusa de seda.
Suena el boogaloo
y retumban los parlantes empotrados en las esquinas del lugar, la
cadencia sonora sube desde el piso por el cuerpo y el ron que ya ha hecho su
trabajo ruboriza sus mejillas, dan vueltas en medio de los otros bailarines y
el humo de cigarrillo cubre el ambiente como una nube, neblina con olor a
tabaco y aguardiente.
Esta en el momento preciso en que la corbata se ha
convertido en una balaca que aprieta su frente y evita que el sudor corra hasta
su rostro, la camisa desabotonada y las mangas dobladas hasta los codos,
salsero destellante, watusi de ciudad, sus movimientos se acompasan a sus
pasos, su cadera es una con sus manos y sus ojos no se separan de los de ella,
que a este momento se han convertido en un par de esmeraldas que contrastan a
la perfección con sus labios rojos. Ya llegó el bolero y el beso que saboreo
desde el momento en que la vio entrar a su oficina.
En el camino de regreso se desvían, miradas
zalameras, acuerdos sin palabras, corren cogidos de la mano, retumban sus pasos
en el pavimento y la risa entrecortada por la respiración agitada. En la
entrada una señora gorda, con voz suave e hipócrita les pregunta: “¿Toda la
noche?”. Se dirige con ademanes de complicidad hasta la puerta rotulada y lo
empuja en la cama donde se aman hasta que el día despunta en las ventanas.
II
El partido le ofreció el ascenso justo el día en
que ella entró a la Universidad, le dio una retahíla de razones por las cuales
debían irse juntos y de como ella estaría feliz y tranquila si se iba con él.
Pero ella lo escuchó tranquila, impávida, como si no tuviera ningún
sentimiento, solo espero que dejara un espacio para poder acercarse y darle un
beso. Así era ella, así la amaba.
Fanfarroneando su nueva posición en el gobierno
nacional abandonó la ciudad, ella lo acompañó al aeropuerto y antes del abrazo
de despedida le susurró al oído: “Deseo con toda el alma que algún día dejes de
pensar solo en ti, los demás también existimos”. Sus palabras lo acompañaron
durante varios de los próximos días, pero al cabo de un par de semanas la
dinámica del Ministerio y los compromisos sociales, la burda vulgaridad
disfrazada de etiqueta, lo que alguna vez soñó en su cuarto como las mieles del poder, habían mitigado
las palabras que ella le dejo clavadas en el cerebro.
Una tarde en su oficina pensaba murmurando:
“Parezco egoísta, pero no soy un egoísta”… Cuando su secretaria entró alcanzó a
escuchar lo que decía en voz alta: “Pero no puedo encontrar una mujer que me
interese como tú”.
Un año había pasado cuando a la una y media de la
tarde lo llamaron a su casa, los
domingos él se encerraba y se dedicaba a leer y avanzar algunas cosas para la
semana entrante, tenía dadas las instrucciones que no lo llamaran a no ser que
sea algo urgente, aún para sus familiares y amigos más cercanos, pero se
levantó de un solo salto cuando por teléfono le informaron que ella estaba
detenida.
Un par de llamadas, uno que otro apretón de manos
y una sonrisa prometiendo algún favor, está vez la sacó barata. Justo ahora que
empezaba a ganarse la confianza de la gente del partido y que su trabajo había evitado
un par de escándalos ante hechos eminentemente obvios pero que él con unas
cuantas argucias argumentativas había conseguido librar de la insistencia de un
pequeño grupo de periodistas de la oposición.
Viajó en comisión oficial a la ciudad y se hospedó
en un hotel, no quiso ir a su casa por razones de seguridad, a las 11 de la
mañana subió a hacer una revisión oficial de la cárcel de mujeres y a su
verdadera misión, ir por ella.
Al pasar la puerta de guardia ella le sonrió como
siempre, él sintió que sus piernas le temblaban y que su pulso se aceleraba.
Toda la furia y el discurso preparado de ante mano se volvió trizas cuando ella
se abalanzó hacia él y lo abrazó. Respiro
profundo y la apretó a su pecho.
“Vamos estás en libertad”. Dijo en vos seca y ella
por primera vez no dijo nada, solo lo tomó de la mano y salió de ese claustro. Esa
tarde en el hotel esperó una llamada de teléfono, luego de hablar un par de
minutos le dijo en tono de mando: “Solo dispones de una opción y tienes una
hora para contestarme”. Al entrar al ascensor, ella echó una mirada al
infinito, cerró sus ojos y le dijo: “Acepto”.
III
Cuando llegan los invitados y la iglesia se llena
en dos de las naves centrales, él mira con nerviosismo su reloj. La iglesia
esta adornada de un blanco meticuloso, no escatimó en gasto alguno, de la
puerta al altar hay rosas y moños de tafetán, las damas de honor, el coro de
capela, el obispo, los pajecitos y los fotógrafos de farándula.
Su padre y su madre del lado izquierdo de la
iglesia y su futuro suegro y suegra en la derecha, familiares y amigos
escogidos en largas jornadas de preparación, inclusive el Ministro y su esposa
habían llegado el lunes anterior para acompañarlo. Habían hecho simulacro del matrimonio dos veces,
aquí todo el mundo sabia que hacer y donde estar como en una obra de teatro,
hasta sus cuñadas corrían a llenar de arroz los bolsillos de los invitados.
Mira de nuevo su reloj, su padre se acerca a
arreglarle el nudo de la corbata como simple pretexto, quiere saber si pasó
algo. Las damas de honor están en ascuas e invitados y familiares empiezan a
impacientarse, sobre todo en el momento en que uno de sus pajecitos cae cuan
largo es, en el pasillo central de la iglesia y empieza a llorar bramando con
fuerza sobre humana. De verdad que el ambiente era pesado, insoportable, ante
la mirada atónita de sus hermanas y la sonrisa socarrona de sus amigos, no tuvo más remedio que salir a
la puerta de la iglesia.
Contaba los minutos en los dedos de sus manos,
miraba de arriba a abajo la calle, los autos estacionados, los últimos
invitados ingresando a la iglesia, su tío fumándose un cigarrillo, su mejor
amigo hablándole de algo que no entendía y ante tal situación tan exasperante
tomó la decisión de ir a buscarla hasta la casa. Ya no le importaba sus
familiares o sus amigos, mucho menos la burla o los costos, quería saber que
pasó, lo único que quería era saber que ella estaba bien, nada más.
Con la agitación había olvidado decir que se iba a
buscarla, pero cuando llegó a la casa ya en la puerta vio al padre, su futuro
suegro, de pie con la mirada perdida y al verlo descender del auto estalló en
llanto.
Todo se vino a su mente, recorrió un centenar de
posibilidades, pero al ver así a ese señor lo tomó del brazo antes que le diera
un patatús en esas gradas, ya en la sala tomándose un whisky puro leyó la nota
que decía: “Que pena con todos, que pena contigo, pero hace rato que decidí
irme a la guerrilla. No me busquen. ¿Cuándo entenderán que existe algo más que
lo que ustedes quieren? Daría mi vida porque lo entendieran”.
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