Ese espacio late con la humedad
de raíces viejas. La casa respira en sus losas de piedra, donde el tiempo se ha
detenido en un silencio poroso, íntimo. Las paredes de tapia de barro conservan
el tacto de la tierra viva, de las manos que alguna vez moldearon su piel. En
ellas habita el eco de voces perdidas, susurrantes, como si el barro aún
guardara el calor de su memoria.
En el patio, los helechos se
expanden en abanicos oscuros, húmedos, y se entrelazan con los geranios en un
abrazo de verdes y rojos, como un pulso secreto que vibra en su contraste. Todo
florece lento, pausado, como si el aire allí supiera contener la prisa.
En la cocina, el olor a leña
encendida se mezcla con el crepitar del fuego, un corazón de cenizas que
palpita con el andar de los días. El humo sube en espirales perezosas,
trenzándose con el aire, dejando en las paredes un velo tenue, un resplandor
ahumado que narra historias de sopas espesas y cafés recién colados.
En el fondo del sueño, como un cuadro
velado por la neblina, una abuela emerge. Está de pie, inclinada apenas,
esparciendo con cuidado las migas para las gallinas. Sus manos son un mapa de
surcos y estrellas diminutas, y su gesto, repetido por años, se vuelve un
ritual eterno. Las gallinas se acercan, con su andar torpe, picoteando el
suelo, mientras ella las llama con palabras que el viento se lleva, pero que
permanecen, invisibles, en el aire denso de la mañana.
De repente escucho la voz de mi
abuela, toda la casa parece escucharla. Es un espacio donde el pasado y el
presente se deslizan, se tocan, se mezclan, como el humo y el barro, como los
helechos y los geranios. Allí, en esa pausa que es hogar, el tiempo no avanza:
respira. Y me encuentro con el olor a
moho de las tapias y el techo con hendijas que casi me hablan como cuando tenía
cinco años y corría por los pasillos vacíos de la casa de mi abuela y reía y
saltaba a sus brazos. Lo volví a vivir, por algo más que un segundo, entonces
me sentí seguro, cálido y feliz.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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