Bogotá estaba fría, como siempre,
pero la casa quinta de Bolívar brillaba con ese aire festivo de quienes celebran
más por nostalgia que por victoria el retorno de la espada. El 50 aniversario del EME había convocado a
viejos compañeros, ya menos ágiles, con canas en lugar de pasamontañas y
anécdotas como armas de fuego. Carlos, el Pastuso, se ajustó la chaqueta que
apenas disimulaba el kilito de más y avanzó hacia el grupo que charlaba junto
la escultura del libertador.
—¡Carlos! —gritó una voz ronca
detrás de él.
—¡Taquinás! ¿Vos sos? —respondió
Carlos, abriendo los brazos con una sonrisa que le cruzó todo el rostro.
Después del abrazo de rigor y un
breve intercambio de "qué fue de tu vida", Taquinás lo miró con ojos
chispeantes.
—Oíste, ¿todavía tenés esa cara
de novato perdido que llevabas cuando te subimos al monte?
Carlos se rió, sacudiendo la
cabeza.
—No jodás, que tengo una pa'
contarte que no te vas a aguantar.
Taquinás sacó un cigarrillo, lo
encendió con calma, y Carlos comenzó a relatar:
—Entonces yo llego formalmente al
monte, ¿cierto? Todo bonito en la teoría, pero, ¡mijo!, esa vida es brutal, uno
citadino, de Pasto pa’l monte... ¡Ni que hubiera nacido en una finca! Bueno,
entonces un día el comandante Raulito ordena una comisión pa’ ir por la remesa
y, ¿a quién creés que mandaron? A este servidor, el pastuso, y a un tal
Farabundo, flaquito pero camellador.
Carlos hizo una pausa dramática,
saboreando el momento como si lo estuviera reviviendo.
—Nos toca bajar hasta el río y
volver con el mercado, ¿cierto? A mí me cargan el morral hasta el culo:
sardinas, panela, lentejas, y pa' rematar me meten jabón azul y pilas grandes,
¡esas que parecen para radiotransmisores soviéticos! Encima, me encajan un
timbo de gasolina colgado al cuello con una cabuya... ¡Ah! Y el fusil, por
supuesto. Que a mí más me parecía un palo de escoba oxidado de lo inútil que me
sentía con él.
Taquinás soltó una carcajada,
pero Carlos levantó un dedo.
—Espérate, que lo bueno viene
ahora. Empezamos a subir la loma, y ese hijueputa Farabundo ya iba por allá
arriba. Yo, que nunca había caminado más de diez cuadras pa' comprar empanadas,
iba resoplando, viendo todo negro. Y empieza a llover, ¿vos podés creer?
¡Llover! Y yo perdiendo el camino, embarrándome hasta las orejas. Cuatro horas
dando vueltas como un trompo, cargando la remesa, pensando: “¿Qué diablos hago
aquí? Yo no sirvo pa’ esto, yo mañana mismo pido la baja”.
Carlos gesticulaba con las manos,
dibujando el paisaje invisible, mientras Taquinás casi lloraba de la risa.
—Y en esas, ya con el barro hasta
las rodillas, veo una luz. ¡El campamento! Pensé que era un milagro. Pero vos
no te imaginás lo que me encontré cuando llegué arrastrándome como alma en
pena: el comandante Raulito con unos prismáticos, cagado de la risa. ¡Todo el
campamento muerto de la risa! ¡Esa noche fui la comedia de la guerrilla
entera!
Carlos terminó el relato con una
risa resignada, y Taquinás lo miró con ojos astutos, sacudiendo la ceniza del
cigarrillo.
—Carlos, vos sí sos bien
bámbaro.
—¿Por qué? —preguntó el pastuso,
confundido.
Taquinás se inclinó hacia él, con
una sonrisa maliciosa.
—Porque Farabundo era yo, mijo. ¡Yo fui el que te dejó tirado con el mercado!
Carlos abrió los ojos como
platos, mientras Taquinás explotaba en una carcajada que resonó por toda la
quinta. Y así, entre risas y cigarrillos, se volvieron a encontrar los días del
monte, aunque ahora Bogotá fuera la selva que compartían.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario