Páginas

miércoles, 4 de diciembre de 2024

EL REENCUENTRO

 

 

Bogotá estaba fría, como siempre, pero la casa quinta de Bolívar brillaba con ese aire festivo de quienes celebran más por nostalgia que por victoria el retorno de la espada. El 50 aniversario del EME había convocado a viejos compañeros, ya menos ágiles, con canas en lugar de pasamontañas y anécdotas como armas de fuego. Carlos, el Pastuso, se ajustó la chaqueta que apenas disimulaba el kilito de más y avanzó hacia el grupo que charlaba junto la escultura del libertador. 

 

—¡Carlos! —gritó una voz ronca detrás de él. 

—¡Taquinás! ¿Vos sos? —respondió Carlos, abriendo los brazos con una sonrisa que le cruzó todo el rostro. 

 

Después del abrazo de rigor y un breve intercambio de "qué fue de tu vida", Taquinás lo miró con ojos chispeantes. 

 

—Oíste, ¿todavía tenés esa cara de novato perdido que llevabas cuando te subimos al monte? 

Carlos se rió, sacudiendo la cabeza. 

—No jodás, que tengo una pa' contarte que no te vas a aguantar. 

 

Taquinás sacó un cigarrillo, lo encendió con calma, y Carlos comenzó a relatar: 

 

—Entonces yo llego formalmente al monte, ¿cierto? Todo bonito en la teoría, pero, ¡mijo!, esa vida es brutal, uno citadino, de Pasto pa’l monte... ¡Ni que hubiera nacido en una finca! Bueno, entonces un día el comandante Raulito ordena una comisión pa’ ir por la remesa y, ¿a quién creés que mandaron? A este servidor, el pastuso, y a un tal Farabundo, flaquito pero camellador. 

 

Carlos hizo una pausa dramática, saboreando el momento como si lo estuviera reviviendo. 

 

—Nos toca bajar hasta el río y volver con el mercado, ¿cierto? A mí me cargan el morral hasta el culo: sardinas, panela, lentejas, y pa' rematar me meten jabón azul y pilas grandes, ¡esas que parecen para radiotransmisores soviéticos! Encima, me encajan un timbo de gasolina colgado al cuello con una cabuya... ¡Ah! Y el fusil, por supuesto. Que a mí más me parecía un palo de escoba oxidado de lo inútil que me sentía con él. 

 

Taquinás soltó una carcajada, pero Carlos levantó un dedo. 

 

—Espérate, que lo bueno viene ahora. Empezamos a subir la loma, y ese hijueputa Farabundo ya iba por allá arriba. Yo, que nunca había caminado más de diez cuadras pa' comprar empanadas, iba resoplando, viendo todo negro. Y empieza a llover, ¿vos podés creer? ¡Llover! Y yo perdiendo el camino, embarrándome hasta las orejas. Cuatro horas dando vueltas como un trompo, cargando la remesa, pensando: “¿Qué diablos hago aquí? Yo no sirvo pa’ esto, yo mañana mismo pido la baja”. 

 

Carlos gesticulaba con las manos, dibujando el paisaje invisible, mientras Taquinás casi lloraba de la risa. 

 

—Y en esas, ya con el barro hasta las rodillas, veo una luz. ¡El campamento! Pensé que era un milagro. Pero vos no te imaginás lo que me encontré cuando llegué arrastrándome como alma en pena: el comandante Raulito con unos prismáticos, cagado de la risa. ¡Todo el campamento muerto de la risa! ¡Esa noche fui la comedia de la guerrilla entera! 

 

Carlos terminó el relato con una risa resignada, y Taquinás lo miró con ojos astutos, sacudiendo la ceniza del cigarrillo. 

 

—Carlos, vos sí sos bien bámbaro. 

—¿Por qué? —preguntó el pastuso, confundido. 

Taquinás se inclinó hacia él, con una sonrisa maliciosa. 

—Porque Farabundo era yo, mijo. ¡Yo fui el que te dejó tirado con el mercado! 

 

Carlos abrió los ojos como platos, mientras Taquinás explotaba en una carcajada que resonó por toda la quinta. Y así, entre risas y cigarrillos, se volvieron a encontrar los días del monte, aunque ahora Bogotá fuera la selva que compartían. 

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



No hay comentarios.:

Publicar un comentario