Secuestro
En la espesura de la selva, el
hombre vestido de verde ya no es un policía ni un militar, sino un prisionero
más de la tierra que devora el tiempo. Mi uniforme se había mezclado con el
musgo y el barro, como si la selva hubiera querido tragarme, volviendo difusa
la frontera entre mi cuerpo y el suelo que pisaba.
Atado de pies y manos, escuchaba
el murmullo del viento que atravesaba los árboles, esa voz de la naturaleza que
no traía consuelo, solo el eco de un miedo que me acompañaba en cada
respiración. Las ramas parecían susurrar secretos, pero yo ya no creía en las
respuestas, porque allí, en esa inmensidad verde, no había día ni noche. La
selva era el reino de lo eterno, donde el tiempo se perdía en los contornos
invisibles de las sombras.
Cada paso de los guerrilleros
resonaba como un golpe en mi pecho. Al principio no me miraban, como si fuera
parte del paisaje, una sombra más en ese purgatorio de hojas. Supe, con los
días, que les tenían prohibido socializar con nosotros. Algunos de ellos, y un
par de ellas, intentaron tratarnos con decencia, pero fueron castigados por
hacerlo. En esa soledad, me sentía rodeado de espectros, y uno de esos era la
voz inconfundible del mando de los subversivos. Lo escuchaba en los crujidos de
las raíces bajo tierra, en el susurro del viento que se quejaba como un niño
perdido. Se había convertido en un fantasma que nos acechaba de día y de noche.
Todos nosotros, hombres fuertes y entrenados para enfrentarnos a enemigos
visibles, nos hallábamos indefensos ante los fantasmas que no podíamos ver.
Lejos de las balas, lejos del
combate, era la naturaleza la que ahora me atacaba. Los árboles, inmóviles
testigos de mi fragilidad, me rodeaban como gigantes mudos, mientras luchaba
contra los demonios de mi mente. No sabía si ese miedo que me acechaba era real
o solo el eco de una desesperanza que había echado raíces dentro de mí.
A veces cerraba los ojos en un
intento inútil por escapar, aunque fuera de la realidad. Pero en la selva no
hay escapatoria, ni real ni mental. Las horas eran líquidas, resbaladizas, sin
forma, y en cada una de ellas la soledad me abrazaba con fuerza. Ya no
recordaba el rostro de mis hijos ni el calor de mi casa. Todo eso había quedado
en otra vida, en otro mundo, lejos del retumbar de mis propios pensamientos,
que, en ese vacío, gritaban más fuerte que las ráfagas del viento.
La selva no ofrecía consuelo,
solo silencio. Pero era un silencio lleno de ruido, un ruido que me acompañaba
como una melodía constante de hojas que caen y animales que huyen de su propia
sombra. Y en ese silencio ruidoso, entendí que el verdadero enemigo no eran los
hombres que me habían capturado, ni las armas que me habían llevado hasta allí.
No. El verdadero enemigo era el miedo que se había alojado en mi pecho, ese
miedo que nunca se calla, que se enrosca en los huesos como una serpiente y
aprieta hasta hacerte olvidar quién eres.
Ya no sabía si volvería a ser
libre. Pero lo que más temía no era la cárcel de la selva, sino la posibilidad
de que, incluso si lograba escapar, nunca podría liberarme de ese eco que
resonaba dentro de mi cabeza: el eco de una soledad que me perseguiría para
siempre.
¿Sabe una cosa, señorita?
A nosotros nos dieron publicidad
y prensa solo hasta el día de la liberación. Luego, pasamos a ser unos
secuestrados más del montón. Diez años más del mismo silencio ruidoso de la
selva, pero ahora en la ciudad. Por eso mi trabajo ahora es tratar de sanar
esas heridas, de juntar esos dolores, enfrentarlos y contarle a la gente la
maldición de la guerra, la pérdida de los seres queridos, la falta del calor de
un abrazo.
¿Cómo no voy a estar contento en
este día?
Estoy seguro de que con ese
triunfo del pueblo en las elecciones se abre una hermosa posibilidad de
enfrentar los fantasmas de la guerra, los demonios del secuestro, la maldición
del negocio de la muerte.
Claro que creo que es posible. Ya
dimos el primer paso, ahora viene lo más difícil: seguir caminando y, sobre
todas las cosas, vivir sin miedo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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