I
Cuando cumplió 12 años le
regalaron la bicicleta, desde entonces recorrió de punta a punta las calles de la
ciudad, de Chapal hasta Pandiaco, del Agualongo al Corazón de Jesús. Ella se
convirtió en el mejor de los pretextos para imaginar largos viajes para conocer
el mundo, como aquel épico recorrido del Che por Suramérica o en participar en
las etapas de Patrocinio Jiménez, que escuchaba religiosamente del tour del Avenir, cada
madrugada en un radio de pilas que reconstruyó en sus ratos libres.
Algunas tardes se volaba de
clases del Liceo para realizar largos trechos en los parajes andinos de Pasto, emprendió
jornadas dominicales para llegar hasta Chachagüi o para subir hasta el Cebadal
parando en la Coba Negra por una quesadilla.
Cada vez pedaleaba con más fuerza
mientras pensaba en cada cosa que sus tardes de lectura le dejaban como tarea, porque
hubo otro regalo de cumple años que llegó una tarde en un paquete como
encomienda desde Medellín; un sobre de manila amarillo ocre con varias
estampillas.
El paquete en cuestión era una
colección de marxismo para principiantes de Rius, una edición mejicana con
dibujos que se convirtieron en una lectura habitual, junto a las historietas
que leía con avidez hasta altas horas de la noche. En los cacharros del taller
de su tío encontró una linterna un tanto oxidada que recuperó con brilla metal
y la que encendía bajo las cobijas en las noches, cuando todos dormían para
poder continuar la lectura.
En bicicleta descubría el entorno
y en la lectura trataba de comprender ese nuevo mundo que se abría para él. Después
de la lectura salía nuevamente en la bicicleta y pedaleaba con más fuerza y con
más rabia, tal vez intentando que esa incertidumbre no le alcanzara, regresaba
a casa a escuchar la radio o a mirar televisión o se
tendía en un guacal que habían convertido en una especie de baúl de la ropa
seca antes de pasar a ser planchada y
doblada, allí se escondía tardes enteras a leer.
Hasta que un día, una tarde para
ser exactos la vio por primera vez, bajando del bus del colegio con su cara
blanca, sus manos limpias, su uniforme azul a cuadros, sus zapatos negros y sus
ojos color de miel.
II
Esperaba con ansiedad las 5:30 de
la tarde, hora en que descendía del bus, justo en la esquina de la casa.
Pero una tarde de jueves,
mientras esperaba el bus montado en su bicicleta, cuando ella lo vio
directamente a los ojos, se dio cuenta
que estaba vivo. Ese día también descubrió que se estaba muriendo, porque uno
empieza a morir justo en el momento en que se da cuenta que está vivo, uno
empieza a morir de tiempo, de amor, de soledad, de alegría, hasta empieza a
morir de exceso de vida. Entendió que se comienza a dejar la vida en las cosas
y personas en las que uno descubre que se siente vivo.
Entonces en ese tiempo empezó a
dejar su vida en las cosas que menos esperó dejarla y esa vida se enredó de
repente en la tersura de unas manos, en el color de unos ojos, en el sabor de
unos labios, en el perfume, en la sombra, en los minutos de esperar parado en
esa esquina, en las mañanas que no escuchaba su voz, cuando estaba en las
clases en el Liceo, en las tardes pedaleando con más fuerza para que esa
ansiedad de verla no lo alcance.
Así la vida se enredaba por
pedacitos en la presencia así sea corta de quien uno espera, se enredaba y se
enmarañaba en la simpleza de un gesto, en los sueños que se sueña despierto y
se dio cuenta que se empieza a morir con la ausencia, con la no presencia que
es una ausencia acompañada que duele aún más que la misma soledad y que la vida
se pierde en el desamor, la vida se
pierde en los silencios.
III
Las tardes después de verla
tenían una alegría especial, entonces hablaba en voz alta a sus amigos y reía a
carcajadas. Una fuerza vital lo inundaba de tal manera que era evidente que
algo pasaba, las risas estruendosas eran opacadas por largos momentos de
silencio.
Sin saber cómo se hizo amigo de
ella y sus tardes de bicicleta y juegos con los amigos del barrio fueron
remplazadas por su compañía. Jugaban a la “lleva” un juego que era igualito al
“tope”, salían a comer helados al Amorel de la avenida y hasta lo llevaron el
día en que le compraron la bicicleta a ella.
Entonces llegaron las vacaciones
de mitad de año, en el mejor momento de la vida, se levantaba temprano, se
bañaba en agua fría, dejó de leer, menos en la noche, momento en el que se
quedaba dormido con el libro en la cara.
Caminaba por la orilla del rio
Pasto hasta la casa de ella y ya entraba a esperarla, jugaba con el perro
labrador negro que ya lo recibía con cariño.
Encontraba mágico ese patio con
marquesina de vidrio y sobre todo esa biblioteca donde había al menos unos 2000
libros de cuanto tema se pudiera imaginar.
Salían a dar vueltas en bicicleta
por los entornos del barrio o caminaban hasta la mina de piedra tras el Hotel
Morasurco, la tarde en que vieron volar un halcón surcando el cielo ella le
regalo un tomo del Principito y él se sintió más feliz que cualquier día que
tenga memoria, antes o después.
IV
En ese tiempo encontró también el
placer de la presencia, el placer de saborear el agridulce de la NO AUSENCIA, no
importa si eso después se convierte en nostalgia, “nostalgia de sentirme
abandonado”…
Escribió en un cuaderno que el
mismo hizo de las hojas que sobraban de sus cuadernos del colegio, los primeros
poemas al amor y trató sin éxito, dibujarla.
Las tardes eran cortas y las
noches largas, las visitas en su casa eran su razón de vivir. En esa casa
escuchó por primera vez las canciones de Silvio Rodríguez y grabó en varios casetes
su música, así como la de Carlos Puebla, Pablo Milanés y la misa campesina de
los hermanos Godoy.
Había escrito casi la totalidad
de su cuaderno cuando decidió entregárselo, esa mañana como todas esas ultimas
mañanas, se levantó temprano, se bañó y se vistió, se echó un poco de la loción
de su padre y desayunó en la mesa de la cocina mientras su madre le decía que tenía
una sonrisa de oreja a oreja y él se sonrojó, bajó la cabeza y terminó el
desayuno.
Sacó su bicicleta y metió entre
la camiseta su cuaderno, pedaleo con rapidez hasta su casa y timbró como estas últimas
mañanas, pero esta mañana no ladró el perro y nadie abrió. Regresó a su casa
con su cuaderno, con su bicicleta y con su nueva nostalgia.
Nadie le dio razón de donde
estaban, lo cierto es que desde ese día pasa frente a su casa mirando hacia
adentro esperando una señal, lee el principito más que a Marx sobre todo ese
pedazo en el que el zorro se da cuenta que tiene un amigo pues sabe que “solo
se puede ver con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”…
Excelentes escritos... Lo admiro Don Jorge admiro esa manera de escribir sus poemas sus historias es maravilloso... Usted es un ejemplo a seguir, a mi me encanta escribir y espero algún llegar a escribir tan hermoso como usted Don Jorge... Mis respetos
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