jueves, 10 de julio de 2014

LA BICICLETA

I
Cuando cumplió 12 años le regalaron la bicicleta, desde entonces recorrió de punta a punta las calles de la ciudad, de Chapal hasta Pandiaco, del Agualongo al Corazón de Jesús. Ella se convirtió en el mejor de los pretextos para imaginar largos viajes para conocer el mundo, como aquel épico recorrido del Che por Suramérica o en participar en las etapas de Patrocinio Jiménez, que escuchaba religiosamente del tour del Avenir, cada madrugada en un radio de pilas que reconstruyó en sus ratos libres.
Algunas tardes se volaba de clases del Liceo para realizar largos trechos en los parajes andinos de Pasto, emprendió jornadas dominicales para llegar hasta Chachagüi o para subir hasta el Cebadal parando en la Coba Negra por una quesadilla.
Cada vez pedaleaba con más fuerza mientras pensaba en cada cosa que sus tardes de lectura le dejaban como tarea, porque hubo otro regalo de cumple años que llegó una tarde en un paquete como encomienda desde Medellín; un sobre de manila amarillo ocre con varias estampillas.
El paquete en cuestión era una colección de marxismo para principiantes de Rius, una edición mejicana con dibujos que se convirtieron en una lectura habitual, junto a las historietas que leía con avidez hasta altas horas de la noche. En los cacharros del taller de su tío encontró una linterna un tanto oxidada que recuperó con brilla metal y la que encendía bajo las cobijas en las noches, cuando todos dormían para poder continuar la lectura.  
En bicicleta descubría el entorno y en la lectura trataba de comprender ese nuevo mundo que se abría para él. Después de la lectura salía nuevamente en la bicicleta y pedaleaba con más fuerza y con más rabia, tal vez intentando que esa incertidumbre no le alcanzara, regresaba a casa a escuchar la radio o a mirar televisión o se tendía en un guacal que habían convertido en una especie de baúl de la ropa seca antes de pasar a ser  planchada y doblada, allí se escondía tardes enteras a leer.
Hasta que un día, una tarde para ser exactos la vio por primera vez, bajando del bus del colegio con su cara blanca, sus manos limpias, su uniforme azul a cuadros, sus zapatos negros y sus ojos color de miel.

II
Esperaba con ansiedad las 5:30 de la tarde, hora en que descendía del bus, justo en la esquina de la casa.
Pero una tarde de jueves, mientras esperaba el bus montado en su bicicleta, cuando ella lo vio directamente a los ojos,  se dio cuenta que estaba vivo. Ese día también descubrió que se estaba muriendo, porque uno empieza a morir justo en el momento en que se da cuenta que está vivo, uno empieza a morir de tiempo, de amor, de soledad, de alegría, hasta empieza a morir de exceso de vida. Entendió que se comienza a dejar la vida en las cosas y personas en las que uno descubre que se siente vivo.
Entonces en ese tiempo empezó a dejar su vida en las cosas que menos esperó dejarla y esa vida se enredó de repente en la tersura de unas manos, en el color de unos ojos, en el sabor de unos labios, en el perfume, en la sombra, en los minutos de esperar parado en esa esquina, en las mañanas que no escuchaba su voz, cuando estaba en las clases en el Liceo, en las tardes pedaleando con más fuerza para que esa ansiedad de verla no lo alcance.
Así la vida se enredaba por pedacitos en la presencia así sea corta de quien uno espera, se enredaba y se enmarañaba en la simpleza de un gesto, en los sueños que se sueña despierto y se dio cuenta que se empieza a morir con la ausencia, con la no presencia que es una ausencia acompañada que duele aún más que la misma soledad y que la vida se pierde en el desamor,  la vida se pierde en los silencios.

III

Las tardes después de verla tenían una alegría especial, entonces hablaba en voz alta a sus amigos y reía a carcajadas. Una fuerza vital lo inundaba de tal manera que era evidente que algo pasaba, las risas estruendosas eran opacadas por largos momentos de silencio.
Sin saber cómo se hizo amigo de ella y sus tardes de bicicleta y juegos con los amigos del barrio fueron remplazadas por su compañía. Jugaban a la “lleva” un juego que era igualito al “tope”, salían a comer helados al Amorel de la avenida y hasta lo llevaron el día en que le compraron la bicicleta a ella.
Entonces llegaron las vacaciones de mitad de año, en el mejor momento de la vida, se levantaba temprano, se bañaba en agua fría, dejó de leer, menos en la noche, momento en el que se quedaba dormido con el libro en la cara.
Caminaba por la orilla del rio Pasto hasta la casa de ella y ya entraba a esperarla, jugaba con el perro labrador negro que ya lo recibía con cariño.
Encontraba mágico ese patio con marquesina de vidrio y sobre todo esa biblioteca donde había al menos unos 2000 libros de cuanto tema se pudiera imaginar.
Salían a dar vueltas en bicicleta por los entornos del barrio o caminaban hasta la mina de piedra tras el Hotel Morasurco, la tarde en que vieron volar un halcón surcando el cielo ella le regalo un tomo del Principito y él se sintió más feliz que cualquier día que tenga memoria, antes o después.
IV
En ese tiempo encontró también el placer de la presencia, el placer de saborear el agridulce de la NO AUSENCIA, no importa si eso después se convierte en nostalgia, “nostalgia de sentirme abandonado”…
Escribió en un cuaderno que el mismo hizo de las hojas que sobraban de sus cuadernos del colegio, los primeros poemas al amor y trató sin éxito, dibujarla.
Las tardes eran cortas y las noches largas, las visitas en su casa eran su razón de vivir. En esa casa escuchó por primera vez las canciones de Silvio Rodríguez y grabó en varios casetes su música, así como la de Carlos Puebla, Pablo Milanés y la misa campesina de los hermanos Godoy.
Había escrito casi la totalidad de su cuaderno cuando decidió entregárselo, esa mañana como todas esas ultimas mañanas, se levantó temprano, se bañó y se vistió, se echó un poco de la loción de su padre y desayunó en la mesa de la cocina mientras su madre le decía que tenía una sonrisa de oreja a oreja y él se sonrojó, bajó la cabeza y terminó el desayuno.
Sacó su bicicleta y metió entre la camiseta su cuaderno, pedaleo con rapidez hasta su casa y timbró como estas últimas mañanas, pero esta mañana no ladró el perro y nadie abrió. Regresó a su casa con su cuaderno, con su bicicleta y con su nueva nostalgia.

Nadie le dio razón de donde estaban, lo cierto es que desde ese día pasa frente a su casa mirando hacia adentro esperando una señal, lee el principito más que a Marx sobre todo ese pedazo en el que el zorro se da cuenta que tiene un amigo pues sabe que “solo se puede ver con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”…

1 comentario:

  1. Excelentes escritos... Lo admiro Don Jorge admiro esa manera de escribir sus poemas sus historias es maravilloso... Usted es un ejemplo a seguir, a mi me encanta escribir y espero algún llegar a escribir tan hermoso como usted Don Jorge... Mis respetos

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