ENCUENTROS
I
Un hombre que aparenta estar perdido,
voltea a verte. Te mira de pies a cabeza tras sus gafas oscuras y aprovecha la llovizna
para aparentar mirar hacia otro lado. Con andar pausado te sigue y te mira
desde el otro lado del andén y te recorre de nuevo.
Te has dado cuenta que te miran, pero aún no sabes desde donde, es ese peso de la mirada en la espalda, ese recorrer en la
columna vertebral que se siente poco a poco. Se escucha que viene un automóvil que
salpica el agua que se empoza en los rincones de la calle, el hombre cruza la
calle y lo ves por primera vez.
Dos jóvenes te saludan desde la otra
esquina y sonríes a pesar del golpe de las gotas en tu cara, él te mira como si
no existiera nadie más en este mundo, quería hablarte, pero esta vez tampoco se
pudo, que importa si al fin y al cabo ya ha esperado mucho tiempo.
II
Entre empujones y arrimones entras a la cafetería,
hoy hace sol, pero el viento frío es insoportable. Miras el reloj de Micky Mouse
y arreglas el gorro de lana que cubre tu cabeza dejando parte de tu capul en tu
frente. Te sientas en la primera mesa que encuentras desocupada, de nuevo la
mirada en la espalda, la sientes, pero no te molesta, solo sabes que está allí
y pides un café late y unas galletas mientras disfrutas esas caricias que sabes
él te está dando con sus ojos.
Sacas de tu bolso un espejo redondo y
pequeño y miras tus pestañas y lo ves allí, sentado en la mesa del rincón, su
cara, sus ojos, sus labios. Sonríes, te gusta que te mire y te gusta mirarlo.
III
Las miradas entre los dos son obvias. Se
van conociendo en cada sorbo que le das a ese café y él no puede pasar de la
mirada furtiva a esa admiración que es casi cursi para un hombre de su edad.
De la puerta entreabierta de la cafetería emerge
una chica que da un grito al verte, la estabas esperando, pero no puedes sentir
cierto malestar al intuir que se quedará mucho tiempo, que evitará que él se
acerque y que alargará por más tiempo la posibilidad de mirarlo a los ojos y
oler a que huele.
Acabas las migas de las galletas
humedeciendo las puntas de tus dedos y mientras te llevas a la boca tu bocado,
él sonríe por primera vez, no puede dejar de mirarte y tú lo sabes.
IV
Caminas la calle en penumbra, te preguntas
por qué hace tanto frío. Sacas del bolso un par de guantes de lana color arcoíris
y soplas intentando abrigar tus dedos con el vapor de tu respiración. Que ganas
de un cigarrillo, piensas, pero hace un tiempo dejaste de fumar, la nicotina
mancha los dientes te dices murmurando y sonríes otra vez.
Perdón, te dice con voz decidida, hace
tiempo que vengo mirándola y no aguanto más, quiero conocerla. Ya es de noche y
en la calle la gente pasa lo más rápido que puede porque el viento helado quema
los rostros y acelera los pasos. Tu corazón late como un tambor, el huele a la
loción de tu padre y tiene las manos largas y perfectamente arregladas. Lo miras
a los ojos y le sonríes.
¿Sabe una cosa? Su sonrisa es como música, me
di cuenta de eso la primera vez que la vi.
No sabes que decirle tu sonrisa es lo único
que puedes expresar, como en las películas cursis de los años 40, en blanco y
negro te sientes en esa calle a media luz. Es una escena de un tango, tal vez
de un bolero, piensas y lo miras.
V
El sabor a mandarina de tu sexo que llenó su boca y el sabor dulce de su piel en tus papilas te llevaron hasta el cielo. Nunca nadie había gozado tanto de otro, hasta será pecado, diría tu tía si supiera que placentero es este encuentro.
Lo que te excita aún más, es imaginar a la gente allá afuera, caminando a saltos entre los charcos y los carros, temblando de frío, huyendo de las gotas inclementes, mientras tu acaricias y te dejas acariciar, en cada centímetro del cuerpo, encada poro, en cada rincón, encada sueño.
Jorge Narváez C.
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