Las
vacaciones de fin de año escolar las pasaba en la casa de la abuela Clemencia y
de ellos unos días en la casa de la bisabuela Mercedes.
La
calle 18 le daba la oportunidad de salir al parque infantil o caminar hasta la
panadería y pastelería Lux donde la abuelita Miche sacaba una moneda y me compraba
un cono de dulce o compraba pambazos de 20 centavos, que con la nata de la
leche, me comía en el café de las nueve de la mañana.
La
casa tienda tenia un biombo que separaba la entrada a la casa del local a la
calle, donde la abuelita vendía leche desde muy temprano en la mañana y luego
se convertía en el consultorio donde campesinos y varios vecinos llegaban con
sus dolencias musculares o torceduras y ella los envolvía en látigo de hoja de plátano
y pomada caliente, luego de colocar cuerdas, tendones o huesos en su lugar.
Florentina,
su ama de llaves, asumía las labores de aseo y cocina y siempre tenia una sonrisa
y una historia. En la cocina una hornilla negra de humo donde el carbón había
sido encendido muy temprano, siempre tenía una ollita esmaltada, chiltada en un
lado, con café negro que mezclaba con leche en una taza grande también
esmaltada y de una talega de lienzo sacaba el pan o a veces una galleta redonda
cubierta de azúcar.
Los
cuyes paseaban por la cocina y yo los correteaba, me gustaba cargar los más
chiquitos. Los tenía en las manos y sentía como su corazón latía aceleradamente
e intentaban zafarse, pero se calmaban y se dejaban cargar, los tenia hasta que
la abuelita me los quitaba diciéndome: “No se encariñe mijito, que después toca
comérselos”.
Una
tarde después de jugar en el parque infantil, pasé derecho a la cocina, la
abuelita estaba ocupada con un niño que se había caído en la bicicleta y ella
le acomodaba el brazo, afané el paso para no oír los quejidos y entré con
rapidez en la cocina.
De
frente a la puerta sentado “Pedrito”, Pedro Zarama supe muchos años después que se llamaba, me
pasó la mano y como yo entraba casi corriendo quedé sorprendido, pues casi me
choco con él al entrar como un tromba a la cocina.
No
tenga miedo niñito, Pedrito buen hombre… me dijo con ese tono pausado que tenia
cuando no gritaba sus anuncios, le pasé la mano y me senté frente a él.
Florentina le sirvió una taza grande de caldo y un pan de sal; sacó de su
bolsillo una cuchara y se tomó su caldo con la cebolla picada que había en un
plato en la mesa. Me miraba y sonreía.
Cuantos
años tiene, niñito?
Ocho
le respondí.
Y
ya va a la’ecuela?
Acabe
primero, estoy en vacaciones.
Sacó
del bolsillo del saco azul oscuro una melcocha, me dijo que era de las madres Visitandinas,
que era muy rica, que tenia maní.
El
31 de julio de 1983, cuando desperté cumpliendo 14 años, en otras vacaciones de
final de año escolar, sin mi abuelita Mercedes, en la casa de mi madre; tocaron
la puerta. Era una amiga de mi tía Elvira que nos llegó con la noticia que
encontraron muerto a Pedrito, que su pieza se incendió. Atrás quedaron sus
voceadas de las fiestas religiosas y de las ricas empanadas calientes de las
monjitas, se fue como se fue mi infancia, Pedro Bombo, el niño Pedrito, el buen
hombre.
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