Después de diez días de combate, él esperaba la muerte con la serenidad con que se espera el amanecer. Las balas habían cesado al anochecer, dejando un silencio tan denso que parecía otro enemigo al acecho. En la trinchera, el barro húmedo y frío se había convertido en su única patria, y la noche era una extensión de sus pensamientos más sombríos.
Con los ojos fijos en el cielo
sin estrellas, meditaba palabras que no sabía de dónde venían. Flotaban en su mente
como un murmullo eterno. Todo está hecho de aire, pero este aire no vuela; se
clava en el pecho como una piedra invisible. La luz nace con promesas, pero se
apaga en sombras que devoran los días. El tiempo, ese tramposo, finge avanzar,
luego tropieza, retrocede y vuelve a empezar, como un reloj que ha olvidado
cómo correr. Todo lo que fue se deshace, hecho polvo, hecho nada. Y lo que
será, dormido en la cuna de los sueños, espera un despertar que nunca llega.
Mientras tanto, el mundo respira en silencio, y ese silencio corroe los huesos.
Recordó las risas de su hija en
el patio de la casa, el aroma del café recién molido que su madre preparaba al
amanecer y el tacto áspero de la mano de su padre cuando lo despidió antes de
unirse a la guerra. Todo parecía tan lejano ahora, como si perteneciera a otra
vida, a otro hombre que ya no existía. El tiempo era un río sin corriente,
estancado en la podredumbre de la incertidumbre.
El viento que bajaba de las
montañas agitó los arbustos, y el sonido lo devolvió al presente. Allí, en
medio de la guerra, el mundo era un juego de contradicciones: el aire olía a
pólvora, pero también a flores silvestres; el barro hundía sus botas, pero le
brindaba un extraño consuelo; el miedo perforaba su alma, pero también lo
mantenía vivo.
Cuando el primer rayo de luz
despuntó en el horizonte, supo que el combate volvería. Su cuerpo estaba
exhausto, pero su mente era un laberinto del que no podía escapar. Mientras
ajustaba el fusil, pensó en el viento, ese que nunca deja huella, pero que
lleva consigo todo lo que no se termina de decir.
Aquella mañana, antes de que la
batalla reiniciara, escribió una última frase en un pedazo de papel húmedo, usando
el carbón de un fósforo: "Nosotros pasamos como pasan los días."
Luego lo guardó en su bolsillo, como quien siembra una esperanza en tierra
yerma.
Cuando cayó al mediodía, bajo una
ráfaga de disparos, el viento se llevó su aliento junto con esas palabras que
nunca tuvo tiempo de pronunciar.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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