Delante del Comandante en Jefe del M-19,
Nicolás daba parte de la dejación total de las armas por parte de los hombres y
mujeres del Movimiento, que había transformado la percepción de las guerrillas
insurgentes en Colombia y en buena parte de la América mestiza. El calor le
golpeaba la nuca como un látigo, pero Nicolás apenas lo sentía.
Pensó en muchos de los momentos vividos, en los
compañeros y hermanos que no pudieron celebrar este paso hacia la vida política
legal; pero, sobre todo, pensó en las acciones contundentes que tuvo que
realizar durante los años en que militó en la guerrilla bolivariana y
nacionalista del M-19. Victorias que ya eran cenizas, pero que jamás
desaparecerían de la memoria colectiva de un país que le había arrancado tanto
y que aún le exigía más.
Entonces, como el Coronel Aureliano Buendía
recordó el momento en que conoció el hielo justo cuando estaba frente al
pelotón de fusilamiento, él evocó el instante preciso en que el gato hidráulico
perforó la losa del piso en la bodega de armas del Cantón Norte del Ejército
Nacional. Pensó en cómo todo había cambiado desde los años ochenta hasta este
inicio de la última década del siglo XX, un siglo que Colombia comenzó en
guerra, la de los Mil Días, y que terminaba sumida en otro conflicto armado,
uno de tantos en los que la oligarquía nacional había hundido al país hasta los
tuétanos, pero el cual estaban dejando atrás. Sabía también que no eran los únicos
alzados en armas, pero alguien debía dar el primer paso hacia la reconciliación
Nacional.
Recordó las 5000 armas que salieron de esa
bodega y cómo, días después, bajo la más implacable acción de tortura y
persecución ciudadana, el Ejército y, más aún, el Estado colombiano las
recuperaron. Pero, a pesar de su contundencia, ese Estado jamás logró reponerse
de la bofetada infligida por un grupo de jóvenes cuya determinación no titubeó.
De la misma forma en que se apropiaron para siempre de la figura y obra del
Libertador el día que recuperaron su espada, quedó en la memoria del país la
demostración de que el Ejército colombiano era vulnerable en su propio juego.
Además, y como un valor agregado, quedó claro para los Estados Unidos de
América que, para levantar una guerrilla en Colombia, no hacía falta ayuda
internacional ni tomar partido en la Guerra Fría, ya que las armas necesarias
para la lucha de liberación estaban en las propias armerías del Ejército.
Pensó en cómo muchas de las acciones del EME
siempre parecían contar con el respaldo de la suerte, la alineación de los
astros o la acción innegable de lo que Jaime Bateman llamaba "la cadena de
afectos". Entonces, Nicolás rió en silencio, miró al comandante Pizarro y
le dio parte de victoria, con la misma certeza con la que, años atrás, había informado
a Bateman cuando salió con las primeras armas del Cantón. Recordó cómo habían
logrado entrar a escasos centímetros de una columna y detrás de unos pesados
contenedores de armas. "Si no hubiera sido por la cadena de afectos, jamás
habríamos entrado al Cantón", pensó.
Se acercó a la mesa, se quitó la fornitura y
dejó su arma. Sentía que entregaba más que un objeto; era parte de su cuerpo y
alma lo que quedaba ahí, frente a un país al que ya le había dado todo.
Era imposible no pensar en el Cantón Norte, en
las armas, en la cara de Bateman cuando todo salió bien, como si el universo
estuviera de su lado. Pensó: Esto no es solo lucha, es vida. Vida que se
reparte, que se reparte hasta que no quede nada.
--¡Oficiales
de Bolívar, rompan filas! -gritó ante la tropa.
Y junto con ellos, en un coro casi místico,
respondió con firmeza y emoción contenida:
--¡PASO
DE VENCEDORES!
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario