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jueves, 16 de enero de 2025

MARÍA

 

Salíamos del colegio con las mochilas llenas de libros y cuadernos, las miradas de los profesores aún pegadas a nuestras espaldas como si adivinaran en qué terminaba aquella caminata. Eran cuarenta y cinco minutos exactos desde la salida hasta tu casa, lo sabía porque contaba cada paso en silencio, como quien repite un mantra. En ese tiempo, el mundo se hacía pequeño: solo estaba Pasto a lo lejos, el camino de tierra que subía y bajaba con el ritmo de nuestras risas, y tus ojos, esos ojos color miel que parecían robarle luz al sol. 

 

Cuando hablabas, la ciudad quedaba en silencio. Te escuchaba como quien se aferra a un último aliento. A veces parábamos en una loma desde donde se veía todo: las casas desperdigadas como fichas de un juego, el humo de los hornos de leña, las montañas que abrazaban la ciudad con esa mezcla de soledad y promesa. Tú me señalabas algo, una calle o una iglesia, pero yo solo veía tus labios, carnosos, húmedos, listos para atraparme. 

 

Al llegar a tu casa, sentía como si cruzáramos un umbral mágico. Era una casa enorme, como un sueño que se desplegaba en corredores infinitos y habitaciones llenas de secretos. Y el patio, ah, el patio. El patio era un corazón palpitante atrapado entre tapias altas de barro pisado. Aquel muro terroso parecía respirar con el eco del tiempo, sosteniendo en su memoria las risas y los suspiros de quienes alguna vez pasaron. Sobre las tejas, el verde musgo se extendía como un tapiz antiguo, dibujando mapas de lluvia y sol que contaban historias que solo el viento sabía interpretar. 

 

La blancura de las paredes era como un lienzo vivo, donde los colores de los maceteros brillaban con la intensidad de un sueño. Los geranios alzaban sus flores como pequeñas antorchas, mientras los kalanchoes se arremolinaban en una danza silenciosa. Los anturios, rojos y solemnes, parecían guardar secretos profundos, y los helechos, con su frescura salvaje, abrazaban cada rincón. Entre los helechos, los vicundos se alzaban como guardianes discretos, sus hojas largas y nervudas susurrando cuentos de tiempos que yo solo podía imaginar. 

 

Era allí, en un rincón del patio o en alguna sala olvidada, donde la realidad se derretía. Tus labios eran mi refugio, tu piel mi mapa. Recorría tu cuerpo con la urgencia de quien sabe que el mundo puede detenerse en cualquier instante. La luz de la tarde jugaba en tu cabello y el perfume de las flores nos envolvía, mezclándose con el calor de nuestras respiraciones. 

 

Cuando salía de tu casa, el mundo se sentía ajeno, distante. Volvía a caminar solo, con el sabor de tu risa en mi boca y el eco de tus ojos atrapado en mi memoria. El patio quedaba detrás, eterno, esperando nuestra próxima conspiración. Y yo, con cada paso, solo deseaba volver a perderme en ti. 

 

¿Dónde estás ahora, María? ¿Dónde tu risa que llenaba el mundo, dónde tus canciones que se enredaban en el viento? ¿Dónde quedó mi yo de aquellos tiempos, el que podía mirarte sin miedo, con las manos todavía inocentes, temblando al rozar tus mejillas ruborizadas? Esas mejillas que amé hasta el hastío, como si fueran el centro de todo, como si en ellas se escondiera la respuesta a un misterio que nunca supe resolver. 

 

¿Dónde está mi vida sencilla, la que cabía en el trayecto entre el colegio y tu casa, en los minutos robados al reloj, en los suspiros que no necesitaban traducción? ¿Dónde está tu falda, María, esa que subía hasta la cintura cuando me amabas sin medidas, sin tiempo, sin límites? 

 

¿Dónde estamos ahora, tú y yo, las sombras que fuimos en esa casa de tapias altas y musgo verde, bajo el cielo que nos miraba como un testigo discreto? ¿Dónde se quedó lo que fuimos, lo que soñamos, lo que prometimos sin hablar? 

 

El tiempo, con su andar imparable, ha hecho de tu ausencia una constante. María, la vida sin ti no es el vacío que temí, sino una especie de eco, un murmullo interminable que se desliza en mis días. Tu recuerdo no pesa como una carga, sino que flota, suave, como el aroma de las flores en aquel patio que fue nuestro.

 

He aprendido que la vida sigue, aunque las casas envejezcan y las ciudades cambien, aunque las manos se tornen menos inocentes y los corazones acumulen cicatrices. Pero también he descubierto que hay memorias que nunca se apagan, que ciertas risas y ciertos labios quedan incrustados en el alma como un tatuaje invisible.

 

María, no sé dónde estás ahora, pero en algún rincón del mundo, quizás hay un patio con geranios y helechos, un rincón donde tu risa todavía se escapa entre las sombras. Y mientras yo camine, te llevaré conmigo, no como una ausencia, sino como un vestigio de lo que alguna vez fue bello, de lo que alguna vez me enseñó a amar sin medida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




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