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sábado, 18 de enero de 2025

A LA MUJER QUE AMÉ SIEMPRE


Te amé en los ecos del mercado,  

en el rumor de los tomates que pactan  

su precio con manos laboriosas.  

Te amé en las esquinas donde el café  

se enfría mientras la ciudad despierta.  


Te amé en las cuerdas flojas del tendal,  

donde la ropa, cansada de ser mojada,  

se deja acariciar por el viento como tú  

te dejabas tocar por mis palabras.  


Eras la luz amarilla en la bombilla del corredor,  

esa que parpadea pero nunca se apaga,  

como nunca se apagaron las noches  

en que mi pecho aprendió a pronunciar tu nombre  

sin miedo a la soledad.  


Te amé en las cucharas que rascan el fondo de las ollas,  

en el pan que se parte con dedos humildes,  

en la silla que se balancea y canta un himno viejo.  

Eras el cuchillo que corta la fruta,  

el papel arrugado que guarda promesas.  


Te amé en el eco de los buses que no se detienen,  

en los billetes ajados que saben de historias ajenas,  

en la lluvia que cae sobre techos oxidados  

y en la danza íntima del agua sobre el suelo.  


Aún te amo, aunque no estés,  

en la paciencia de las cosas cotidianas,  

en el filo de la vida que sigue,  

y en el recuerdo constante de que amar  

es un acto simple y eterno,  

como el día que llega sin que nadie lo llame.  


Jorge Alberto Narváez Ceballos




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