El volcán eterno me observa como
un dios cansado, su silueta inmensa y callada recortada contra un cielo que
arde en oro y azul. La soledad aquí no tiene forma; es más bien un eco, un
susurro de mi propia infancia que se enreda en el viento helado que baja de la
montaña. Estoy solo, pero no del todo. Mis recuerdos caminan a mi lado.
El sol de aquel domingo todavía
quema en mi piel, aunque hayan pasado años. Mi mano pequeña, temblorosa, estaba
envuelta en la de mi padre, fuerte y tibia como un juramento. Íbamos por las
calles de ese Pasto de los años 70, rumbo al Teatro Imperial, donde las matinés
eran ventanas a otros mundos, pero en mi niñez, el verdadero espectáculo era
caminar con él. Las palabras que no decía se filtraban en sus pasos, en la
manera en que sostenía mi mano, como si el universo entero pudiera desmoronarse
y aún así yo estaría a salvo.
Hoy, frente al Galeras, trato de
encontrar esa certeza. Pero todo es más grande ahora, más pesado. El volcán no
es solo un volcán; es una presencia que vigila, un guardián de secretos que quiero
recordar. El teatro se ha recuperado para el arte, para que las generaciones
venideras lo disfruten en su verdadera plenitud, y mi padre es una ausencia que
se siente como un segundo latido, presente siempre, es solo mirarme al espejo y
encontrarlo a él en mi figura.
El volcán y yo compartimos este
silencio. Miro las nubes que se amontonan en su cima, su blancura casi cruel
contra el gris de la roca, y pienso en cómo el tiempo también acumula cosas,
igual que esas nubes: memorias, pérdidas, amores, despedidas. Pero cuando
cierro los ojos, vuelvo a sentir la mano de mi padre, su calor intacto,
guiándome entre la luz brillante de ese domingo que jamás termina.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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