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sábado, 23 de noviembre de 2024

VIACRUCIS


Era la Semana Santa de 1986, y Cali estaba en su punto de ebullición entre lo sagrado y lo profano. La ciudad era un champús de procesiones solemnes mezcladas con rumbas descontroladas. Las matracas de la Cuaresma competían con los parlantes que escupían salsa, mientras las velas votivas iluminaban tanto a santos como a pecadores. Para nosotros, Semana Santa no era para penitencias ni mucho menos para bailar. Era para entrenar. 

 

Llegamos a la escuela clandestina uno por uno, con las capuchas puestas, cada quien por su lado, evitando miradas y con las rutas cambiadas tantas veces que ya ni sabíamos si estábamos en el norte, el sur o en el mismo infierno. El lugar era una vieja finca en las afueras, con paredes de tapia pisada y un aire que olía a humedad y sudor acumulado. Nos recibió un compa del Batallón América, un hombre curtido en Nicaragua y en las selvas del Caquetá, que nos habló como si estuviera dando una misa de guerra: política internacional, estrategias de resistencia y, por supuesto, explosivos. Era un tipo duro, pero con un dejo paternal, que quería enseñarnos a no volarnos una mano antes de tiempo. 

 

Y allí fue cuando la vi. 

 

Estábamos en círculo, cada uno presentándose con su chapa. "Sergio", "Bolívar", "Candela". Yo me quedé con "Marcos", simple y sin pretensiones. Y entonces le llegó el turno a ella. "Aurora", dijo, y su voz sonó como si pudiera tumbar muros más rápido que cualquier bomba. 

 

Era un ángel guerrillero: mona, de ojos tan azules que parecían robados del cielo mismo. Aunque vestía ropa de tropel - un pantalón ancho y una camiseta que alguna vez fue negra-, no había forma de esconder esas caderas que parecían esculpidas para la resistencia. Tenía una sonrisa de esas que te tumban más rápido que una granada. Pero lo que me remató fue cuando, durante el primer ejercicio de combate cuerpo a cuerpo, me tocó como pareja. Me miró directo a los ojos y me dijo, con una mezcla de burla y autoridad: 

Si vas a caer, cae con estilo. 

 

Y claro, caí. 

 

Pasaron los días y los entrenamientos se convirtieron en mi viacrucis personal. Cada vez que hablaba en los debates, su voz se me clavaba como una espina. Cada vez que pasaba cerca, su perfume -una mezcla de sudor, pólvora y flores imaginarias- me dejaba con las piernas flojas. No me importaba nada más: ni las enseñanzas del comandante, ni las estrategias de sabotaje, ni siquiera mi propia seguridad. Yo solo pensaba en Aurora y en cómo sería verla caminar hacia mí sin capuchas, sin miedo, como dos almas que encontraban su revolución en un beso. 

 

El sábado santo nos reunieron para despedirnos. El compa del Batallón América nos asignó las misiones que vendrían y, como siempre, insistió en la disciplina. Fue entonces cuando ella se levantó y, con la misma voz que me tenía hipnotizado, dijo que tenía que partir con el comandante a una misión especial. "Una pareja perfecta", pensé con un nudo en el estómago. 

 

Esa noche, mientras la veía partir en un Jeep más viejo que antiguo, con el pelo recogido y su mochila al hombro, entendí que mi amor por ella no era más que otra causa perdida. Era mi Semana Santa, mi viacrucis, mi propia procesión de heridas sin sanar. 

 

Regresé a la ciudad con el corazón más pesado que mi mochila, mientras los cohetes de las celebraciones del Domingo de Pascua retumbaban en el cielo. Sabía que la revolución era mi destino, pero también sabía que había perdido la guerra más íntima de todas. 

 

Y así quedó Aurora: como un susurro de pólvora y sueños de amor, una llama que abrigó mi corazón a pesar de su partida. Un amor más parecido a las películas que pasábamos en el cine-arte de la universidad cada miércoles, como Casablanca o Amor y Anarquía: inalcanzable, con lágrimas y todo. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos  

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


 

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