La paz no es un decreto estampado en una oficina fría ni un apretón de manos entre hombres que no conocen el temblor de las entrañas. No es el silencio forzado de fusiles que aún guardan el eco de los gritos. La paz no se escribe en actas ni se firma con tinta: la paz es un incendio en el corazón.
Es verte al final de la tarde, cuando el cielo se desnuda de su furia y la tormenta deja tras de sí un aliento de tierra mojada. Es salir juntos, descalzos, a oler las flores que sobrevivieron al vendaval, porque ellas también saben de resistir y renacer.
La paz es esa risa que se suelta sin permiso, al ver a los niños jugar en el patio como si la vida fuera una promesa eterna. Es el milagro de un instante, donde todo lo perdido se encuentra, donde todo lo roto se vuelve parte del paisaje, hermoso en su imperfección.
La paz no tiene himnos ni estatuas; no necesita héroes ni mártires. La paz es cuando cierras los ojos y, por un segundo, todo el peso del mundo desaparece. Es el susurro del viento, el tacto de tus manos, el calor que emana de la risa que compartimos.
La paz no es un lugar al que llegamos, es un camino que inventamos a cada paso. No la buscamos, porque ya está aquí: escondida en lo simple, en lo pequeño, en aquello que dejamos de mirar cuando soñamos con salvar el mundo.
Y entonces lo comprendo: la paz no es un destino, es el momento en que todo lo que importa está, simplemente, vivo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba
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