La primera vez que la vi, estaba
sentada en una banca del parque San Andrés, con la falda a cuadros bien
planchada y el cabello recogido en una coleta perfecta que parecía desafiar el
viento de la tarde. Tenía las manos entrelazadas sobre las rodillas, los ojos
fijos en el cielo como si pudiera arrancar las nubes con solo mirar. Yo salí
tarde ese día; el Mono López, profesor de matemáticas, se había empeñado en
hacernos sufrir con problemas que no llevaban a ninguna parte, pero al cruzar
la calle, allí estaba ella, y todo el tedio se derritió en el aire frío de la
tarde.
Caminé hacia ella cruzando el
parque de San Andrés, con esa mezcla de nervios y ansiedad que uno lleva en la
garganta cuando sabe que alguien está esperándolo. Me detuve por un helado,
porque era parte del ritual; siempre decía que le gustaba verme llegar con algo
entre las manos, como si eso hiciera más dulce la espera. Ese día escogí uno de
mora.
Cuando llegué a su lado, ella
sonrió, esa sonrisa plácida que era como un rayo de sol entre las nubes de
noviembre. Sacó una chocolatina de la cartera. Ni siquiera preguntó si quería,
porque ya sabía la respuesta. Ella mordía un lado, yo el otro, y nuestras bocas
se encontraban en un beso que sabía a cacao y promesas tontas de adolescentes
que creen que el amor es eterno.
Reíamos como si el tiempo fuera
una broma de mal gusto, como si el mundo se quedara quieto solo para nosotros.
No había preocupaciones, no había futuro, solo la banca, el parque, la iglesia
que se iluminaba con los últimos rayos del sol.
A veces hablábamos de tonterías:
del profesor de religión, de la última película que habían traído al teatro,
del color que queríamos pintar nuestras vidas. Otras veces, nos quedábamos
callados, pero era un silencio cómodo, lleno de todo lo que no necesitaba
decirse.
Nunca imaginé que un día ella no
estaría ahí. Que la banca desaparecería, que la chocolatina se volvería un
recuerdo que sabría más amargo que dulce.
Pero esa tarde no importaba.
Porque en ese instante, con el helado derritiéndose entre mis dedos y su risa
llenando el aire, creía de verdad que el mundo nunca nos iba a separar.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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