El 28 de abril de 2021, Cali despertó como una
olla a presión, y Rogelio, con sus 68 años, despertó con el crujido de sus
huesos y el eco de un pasado que nunca lo dejó ir del todo. Excombatiente del
M-19, había pasado las últimas dos décadas disfrazado de abuelo tierno,
vendedor de lotería y narrador de historias añejas en el Parque de los Poetas.
Pero ese día, mientras la ciudad se encendía como pólvora, sintió el mismo
ardor en las tripas que lo había llevado a tomar un fusil por primera vez.
La televisión parloteaba con las mentiras de
siempre, y afuera, los primeros gritos rebotaban en las calles. Los muchachos,
esos lobos flacos, habían salido con todo lo que tenían: piedras, banderas y un
hambre insaciable de dignidad. Rogelio, entre bostezo y cafecito, decidió que
no podía quedarse viendo. "Los pelados no saben nada de estrategia, puro
corazón, pero sin cabeza. Van a terminar masacrados", se dijo mientras
buscaba su vieja gorra de camuflado y una chaqueta que aún olía a monte.
En la Loma de la Cruz se encontró con ellos.
Niños, casi, con caras de rabia y miedo mal disimulado. Le decían
"profe" por el puro respeto que inspiraban sus canas. Él los escuchó
y pronto empezó a repartir consejos como panes en un milagro. "El truco,
pelaos, está en no dejarse atrapar como ratones. Siempre en manada, siempre
atentos. Si la cosa se pone fea, apliquen la del torniquete: uno distrae, el
resto se escabulle". Los jóvenes escuchaban con la boca abierta, como si
fuera un Mesías en overol.
Los enfrentamientos con la policía eran brutales.
Ese primer día, Rogelio improvisó barricadas, armó escudos con tapas de barriles
y les enseñó a usar el ruido como arma. "¡Trompetas, tambores, lo que sea
que haga eco! El miedo también tiene sonido, muchachos, y hoy no va a ser el
nuestro". Les enseño el arte de hacer las molotov, a cruzar el alambre
entre los postes, a mantenerse en pie en medio de las lacrimógenas con trapos humedecidos
con leche y otras tantas cosas que tenía en la memoria.
Cada noche, cuando la ciudad parecía que iba a
descansar, él volvía a las fogatas de la resistencia con el orgullo de un viejo
lobo que ha vuelto a su manada. Les contaba historias de su tiempo en el monte,
de emboscadas y canciones clandestinas. "No es la primera vez que me toca
luchar contra un enemigo con más armas, pero con menos corazón", decía
mientras repartía agua panela como si fuera gasolina para la esperanza.
Por nueve días, Rogelio no volvió a su casa. Su
hija lo llamaba histérica: "¡Papá, te vas a matar allá! ¿Qué carajos haces
con esos muchachos?". Él respondía con su voz de siempre, calmada pero
firme: "Ellos necesitan a alguien que les enseñe a no dejarse matar,
hija".
El octavo día, un enfrentamiento en Puerto
Resistencia dejó varios heridos. Rogelio corrió entre gases lacrimógenos y
disparos, llevando a un chico en su espalda como si el tiempo no le pesara. Esa
noche, sentado en una barricada, miró las estrellas y se permitió un trago de
guaro para calmar el dolor en las rodillas. "Esto es lo más cerca que he
estado de sentirme vivo en años", pensó con una sonrisa que no encajaba en
la tragedia.
Cuando todo terminó, y los muchachos lo
despidieron con abrazos y lágrimas, Rogelio volvió a su barrio, con la chaqueta
rota y el alma llena. Su hija lo recibió entre regaños y llanto, pero él solo
la abrazó y le dijo: "A veces hay que ser viejo para entender qué es vivir
sin miedo".
Desde entonces, lo llaman "el joven de
cabeza blanca". Y aunque la ciudad volvió a su caótica normalidad, Rogelio
sabe que esos nueve días fueron los mejores de su vida, porque volvieron a
encender el fuego que nunca se apagó del todo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Bravo Rogelio !!!
ResponderBorrarComo buen oficial de Bolívar
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