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sábado, 30 de noviembre de 2024

LA BALADA DE LA CALLE SEGUNDA


 



Llevaban once días en Bogotá, pero era como si hubieran llegado ayer. La ciudad no los quería. O ellos no querían a la ciudad. El contacto, el único que sabía qué hacer con ellos, había desaparecido al tercer día. Dicen que lo agarró una virosis en Ciudad Bolívar, pero quién sabe. Aquí cada noticia llega torcida. Y ahí estaban, un combo de veinte y pico, todos huesudos, hambrientos, con ropa que ya empezaba a oler a calles mojadas y miedo acumulado. Pero el hambre, hermano, ese era otro nivel. En la esquina de la carrera 30 con calle Segunda, justo donde el mundo parecía detenerse para burlarse de ellos, alguien vio un restaurante.



Era ella, claro, siempre ella. La flaca que se reía hasta de las tragedias, que llevaba la revolución tatuada en la sonrisa. Miró el lugar, con sus manteles limpios y el olor a pan fresco saliendo por las ventanas, y dijo:



- ¿Y si entramos? Desayunemos aquí.



Así, sin planes, como si no fueran un montón de parias sin un peso en los bolsillos. Y claro, el hambre no deja pensar, así que todos dijeron que sí. Entraron como si el sitio les perteneciera, ocupando mesas con una confianza que no tenían, pidiendo tamales, caldo, changua, chocolate. Hasta hubo uno que pidió jugo de guanábana. Estaban muertos de la risa, contando cuentos como si en sus vidas no existiera más que ese desayuno.



Pero el hechizo no podía durar mucho. En algún momento llegó el administrador, un man gordo, con cara de que su paciencia era del tamaño de una moneda de cinco. Se plantó frente a ellos, libreta en mano, y les dijo con voz seca:



- Por favor, desocupen.



Y ahí fue donde todo se fue al carajo. Ella los miró, esperando que alguien dijera algo, que alguien se inventara un plan. Pero nada, todos callados, con la cabeza metida en las tazas de café como si ahí estuviera la respuesta. Fue entonces cuando decidió que, si iba a morir, moriría gritando.



Se subió a una mesa, estiró los brazos como si fueran alas y empezó a gritar:



- ¡M-19, presente, presente, presente!



Los clientes dejaron caer los cubiertos. Una señora soltó un gritito y abrazó su cartera. El administrador se quedó parado, sin saber si correr o llamar a la policía. Y ellos, los veintipico, reaccionaron como si alguien hubiera apretado un botón: salieron corriendo como locos, empujando sillas, dejando los platos a medio terminar.



Ella siguió gritando, metida en su papel de mártir, hasta que el eco de su voz le recordó que estaba sola. Miró alrededor y vio que todos habían desaparecido. "Malditos cobardes", pensó, mientras saltaba de la mesa y salía disparada hacia la puerta.



En la esquina los encontró, doblados de la risa, con la cara roja y las manos en las rodillas. Se unió a ellos, riendo también, porque no había otra cosa que hacer. Habían burlado al hambre y al sistema, aunque fuera solo por esa mañana.



Esa misma tarde el contacto reapareció. Llegó pálido y sudoroso, diciendo que una virosis casi lo mata. Los subieron a unos carros viejos y los llevaron a Ciudad Bolívar, donde las noches son tan oscuras que parece que la ciudad te traga.



En Bogotá, donde hasta el aire pesa, esos desayunos robados se convierten en leyenda. Y mientras tanto, la revolución sigue comiendo lo que encuentra: tamales, changua, cuentos y ganas de cambiar el mundo.



Jorge Alberto Narváez Ceballos


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