Páginas

sábado, 30 de noviembre de 2024

LA TESIS DE NICOLÁS

 

Nicolás llevaba días preparando esa entrevista. Había crecido con las historias de su abuelo, el mítico guerrillero del M-19 que murió en combate en algún rincón del Cauca, pero no había tenido el valor de hacer más que escuchar de lejos las anécdotas de su madre y de los amigos de la familia. Hasta ahora. Con su grabadora en mano y un cuaderno lleno de preguntas, estaba sentado frente a Jairo, un hombre de mirada intensa y voz grave, amigo de toda la vida de su abuelo. 

 

-¿Por qué el M-19? -preguntó Nicolás. No había preámbulos, no los necesitaba. 

 

Jairo sonrió, encendió un cigarrillo y dejó que el humo se acomodara entre ellos como un tercer interlocutor. 

 

-Yo había decidido que quería entrar al M-19 porque tenía una cosa que no tenía nadie más: rescataban a Bolívar. ¿Sabes lo que eso significa? Bolívar, el hombre de las dificultades. Por esos días pasaban una serie en la tele, y yo quedaba hipnotizado. El M-19 no era marxista, ¿me entiendes? Eso era lo que más me gustaba. 

 

Nicolás asintió, intentando no interrumpir el flujo de las palabras que parecían llevarlo al Cali de los años ochenta. 

 

-El comunismo nunca me convenció, Nico. Yo creía en el cambio, sí, pero no en esa vaina rígida del marxismo-leninismo. Y entrar al M-19 era como meterse a un mundo aparte, un universo paralelo. Era un movimiento cerrado, clandestino. No confiaban en cualquiera, menos en alguien que venía del mundo de los estudiantes de clase media como yo. 

 

Jairo tomó una larga calada del cigarrillo y lanzó el humo al techo, como si estuviera invocando el pasado. 

 

-Fue César, un profesor de arte en el colegio, quien me metió en el cuento. Bueno, al principio yo no le creí. ¿Quién iba a tener contactos con el M-19 así como así? Yo le dije: “Si es verdad, haga que esta frase de Bolívar salga en su próximo boletín”. Era esa que dice: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para sembrar de miseria a América Latina en nombre de la libertad”. 

 

Nicolás no pudo evitar sonreír. Le parecía poético, teatral incluso. 

 

- ¿Y salió? -preguntó, aunque la respuesta era obvia. 

 

-Claro que salió, hermano. Un día me llegó un sobre con el boletín del M-19. Ahí estaba la frase, tal cual. Esa fue mi señal. Después de eso, no hubo vuelta atrás. 

 

La voz de Jairo se volvió más baja, como si estuviera confesando algo sagrado. 

 

-Primero fueron cosas pequeñas. Hacer ruido, protestar. Pero luego, mi casa se convirtió en un refugio. Llegaban compañeros encapuchados, se quedaban días, semanas. Nadie sabía nada, ni mis vecinos ni mi familia. Y ahí fue cuando entendí lo que significaba ser parte del movimiento. No era solo un ideal; era un estilo de vida, una resistencia constante. 

 

El cigarrillo se consumió entre sus dedos, pero Jairo no parecía notarlo. 

 

—Tu abuelo, Nicolás… Él era más que un guerrillero. Era un soñador. Siempre decía que el M-19 no solo luchaba por un cambio político, sino por una revolución del alma. Y eso, eso es lo que me mantuvo ahí, incluso cuando todo se vino abajo. 

 

Nicolás guardó silencio. Por primera vez, entendió que su tesis no era solo un proyecto académico. Era un intento de darle sentido a una herencia que pesaba tanto como un rifle en el hombro.

 

Jairo apagó el cigarrillo contra el borde del cenicero y suspiró, como si la historia que estaba a punto de contar le pesara tanto como el recuerdo mismo. Nicolás lo observaba con la grabadora encendida, pero en ese momento sintió que la tecnología era una barrera, algo que no podía captar el dolor detrás de las palabras. 

 

-Tu abuelo, Alberto... -empezó Jairo, con la voz quebrada-. No era solo un guerrillero; era un hombre con un temple que yo nunca he vuelto a ver en nadie. 

 

La pausa fue larga, y Nicolás no se atrevió a interrumpir. Jairo frotó sus manos, como si estuviera calentándolas al fuego de un recuerdo helado. 

 

-Era Paletará. Un lugar maldito si me preguntas. Frío, niebla, todo parecía estar conspirando contra nosotros. Llevábamos semanas moviéndonos entre cerros, esquivando al ejército como podíamos. Pero ese día... Ese día el infierno nos alcanzó. 

 

La voz de Jairo se volvió más tensa. 

 

-Nos emboscaron, Nicolás. Las fuerzas especiales, de esas que no andan con rodeos. Nos tenían rodeados, como perros de cacería. No había salida clara, pero tu abuelo... Él siempre veía algo donde nadie más veía nada. Gritó órdenes, nos organizó en segundos, y empezó la retirada. 

 

Nicolás sintió un nudo en la garganta. 

 

-¿Y qué pasó? -logró preguntar, apenas un susurro. 

 

—Lo que pasó fue que, mientras todos corríamos hacia un punto seguro, tu abuelo se quedó atrás. Agarró una trinchera, la única que había, y se echó al piso con el rifle cruzado sobre el pecho. "Yo cubro, váyanse", dijo, como si fuera lo más natural del mundo. 

 

Jairo cerró los ojos, como si volviera a ver la escena. 

 

-La idea era que cubriera el repliegue por unos segundos, pero él sabía que no serían segundos. El ejército estaba encima. Si no hacía lo que hizo, no salíamos vivos de allí. Yo era uno de los últimos en correr. Cuando me volteé para verlo, estaba disparando. Un solo hombre contra todo un pelotón. 

 

El silencio se apoderó de la sala. Nicolás no podía creer lo que escuchaba. 

 

- ¿Cómo... cómo lo mataron? -preguntó, con miedo a la respuesta. 

 

-Al final, cuando se quedaron sin opciones, usaron granadas. Nosotros ya estábamos lejos, gracias a él. Lo vi de reojo, en medio del humo y las explosiones. No dejó de disparar, no dejó de resistir. Era como si todo el monte lo cubriera, como si el paisaje estuviera de su lado. 

 

Jairo se inclinó hacia adelante, sus ojos clavados en los de Nicolás. 

 

-Si tu abuelo no hace eso, no salimos vivos de allí. Yo no estaría aquí contándote esto. Por eso, Nicolás, cada vez que cierro los ojos en silencio, veo a Alberto. Lo veo con su rifle, acostado en esa trinchera, mientras nosotros escapábamos. 

 

Nicolás sintió las lágrimas en los bordes de los ojos, pero las contuvo. Miró a Jairo, y por primera vez entendió que su abuelo no era solo un héroe, sino un hombre que había escogido morir para que otros vivieran. 

 

-Gracias por contármelo -dijo al final, con la voz quebrada. 

 

-Gracias a él, mijo -respondió Jairo, encendiendo otro cigarrillo, como si eso pudiera calmar el peso de la memoria.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Valle del Paletará Cauca

No hay comentarios.:

Publicar un comentario