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viernes, 10 de enero de 2025

ME LLAMAN CALLE

 

El sol de Cali cae como un castigo sobre las calles, derritiendo los adoquines y la paciencia. Los muchachos del grupo de teatro callejero "El Alarido" se reúnen en una esquina del barrio obrero. Llevan las manos manchadas de pintura y las mochilas llenas de máscaras hechas con papel maché. En la pared de enfrente, una consigna pintada a toda prisa: "El teatro es arma, la calle es trinchera".

 

La idea había nacido entre risas y rabias. Fue Jorge Marcos Zambrano, el poeta de los arrabales, quien les había susurrado al oído que las palabras podían más que las balas. Había caído en una redada, dejando su nombre flotando como una bandera clandestina. "Hagan ruido por mí", les había dicho antes de desaparecer. Y eso hicieron. Cada escena, cada grito, era un eco de su voz.

 

—Hoy toca en el parque del barrio El Naranjal —dice Lucía, la actriz de ojos encendidos, mientras se ajusta la falda raída. —La policía anda jodiendo por ahí, pero qué importa. ¿Vamos a parar?

 

—¡Ni mierda! —responde Julián, el tipo que siempre cargaba con un megáfono y un libro de Brecht bajo el brazo. —Si no salimos, ¿qué nos queda?

 

El parque está lleno de niños descalzos y viejos que se esconden del calor bajo los árboles. Los actores montan su escenario improvisado, un tablado de madera que cruje con cada paso. El primer acto comienza con un monólogo que Julián declama como si la vida le fuera en ello:

 

—¿Quién teme al pueblo cuando el pueblo es teatro?

 

La gente se acerca. Algunos se ríen, otros murmuran. De fondo, un par de tombos patrullan en moto, pero los ignoran. Por ahora. La obra avanza entre denuncias, carcajadas y canciones, y cuando termina, Lucía toma el megáfono:

 

—Esto no es solo teatro. Es una invitación. Organizarnos es la única salida. Vengan, junten fuerzas. Por Jorge Marcos, por nosotros, por ustedes.

 

Aquella noche, en un rincón oscuro del barrio, los jóvenes se reúnen en un salón comunitario. Hay café aguado y pan duro, pero también hay fuego. Grupos de estudio, talleres de teatro, y, entre todo eso, el murmullo constante del M-19 que se mueve entre los callejones.

 

El legado de Jorge Marcos Zambrano está vivo en cada uno de ellos. Su nombre es un conjuro, un grito de resistencia que no se calla. Mientras los muchachos pintan pancartas y escriben nuevas escenas, afuera las patrullas pasan una y otra vez. Pero en sus corazones, late la certeza de que no hay Estatuto de Seguridad que pueda sofocar la llama del arte y la rebeldía.

 

Cuando el sol vuelve a salir sobre Cali, el grupo está listo para otro día de lucha. Porque en esas calles ardientes, donde la vida se juega a cada instante, el teatro no es solo un escape: es el único camino posible hacia la libertad.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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