El sol de Cali cae como un
castigo sobre las calles, derritiendo los adoquines y la paciencia. Los
muchachos del grupo de teatro callejero "El Alarido" se reúnen en una
esquina del barrio obrero. Llevan las manos manchadas de pintura y las mochilas
llenas de máscaras hechas con papel maché. En la pared de enfrente, una
consigna pintada a toda prisa: "El teatro es arma, la calle es
trinchera".
La idea había nacido entre risas
y rabias. Fue Jorge Marcos Zambrano, el poeta de los arrabales, quien les había
susurrado al oído que las palabras podían más que las balas. Había caído en una
redada, dejando su nombre flotando como una bandera clandestina. "Hagan
ruido por mí", les había dicho antes de desaparecer. Y eso hicieron. Cada
escena, cada grito, era un eco de su voz.
—Hoy toca en el parque del barrio
El Naranjal —dice Lucía, la actriz de ojos encendidos, mientras se ajusta la
falda raída. —La policía anda jodiendo por ahí, pero qué importa. ¿Vamos a
parar?
—¡Ni mierda! —responde Julián, el
tipo que siempre cargaba con un megáfono y un libro de Brecht bajo el brazo.
—Si no salimos, ¿qué nos queda?
El parque está lleno de niños
descalzos y viejos que se esconden del calor bajo los árboles. Los actores
montan su escenario improvisado, un tablado de madera que cruje con cada paso.
El primer acto comienza con un monólogo que Julián declama como si la vida le
fuera en ello:
—¿Quién teme al pueblo cuando el
pueblo es teatro?
La gente se acerca. Algunos se
ríen, otros murmuran. De fondo, un par de tombos patrullan en moto, pero los
ignoran. Por ahora. La obra avanza entre denuncias, carcajadas y canciones, y
cuando termina, Lucía toma el megáfono:
—Esto no es solo teatro. Es una
invitación. Organizarnos es la única salida. Vengan, junten fuerzas. Por Jorge
Marcos, por nosotros, por ustedes.
Aquella noche, en un rincón
oscuro del barrio, los jóvenes se reúnen en un salón comunitario. Hay café
aguado y pan duro, pero también hay fuego. Grupos de estudio, talleres de
teatro, y, entre todo eso, el murmullo constante del M-19 que se mueve entre
los callejones.
El legado de Jorge Marcos
Zambrano está vivo en cada uno de ellos. Su nombre es un conjuro, un grito de
resistencia que no se calla. Mientras los muchachos pintan pancartas y escriben
nuevas escenas, afuera las patrullas pasan una y otra vez. Pero en sus corazones,
late la certeza de que no hay Estatuto de Seguridad que pueda sofocar la llama
del arte y la rebeldía.
Cuando el sol vuelve a salir
sobre Cali, el grupo está listo para otro día de lucha. Porque en esas calles
ardientes, donde la vida se juega a cada instante, el teatro no es solo un
escape: es el único camino posible hacia la libertad.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario