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sábado, 9 de noviembre de 2024

LA DESPEDIDA DEL AÑO

 

En Pasto, la Navidad empezaba el día que terminaban las clases, y ese año, 1985, el sol ardía como si el tiempo quisiera abrir su propio fuego. El día se deslizaba lento y pesado, con esa languidez que solo aquí se entiende, como si la ciudad misma estuviera a punto de fundirse en la luz. Y ahí estaba el volcán, el guardián eterno, observando en su calma brutal, abrazando cada esquina y cada calle, como si en sus faldas estuviera escondido el secreto del amor. Ese amor que a veces se escapa como un suspiro y a veces se queda, en la quietud.

 

Te vi. Estabas ahí, con tus shorts rojos y esa camiseta del Liceo, como una declaración de libertad y rebeldía. La maratón de fin de año, ese ritual que siempre iniciaba las vacaciones de diciembre y los carnavales, te tenía lista. Y yo, apenas capaz de respirar, te seguía como si estuviera atrapado en tu sombra, en el ritmo de tus pasos. Mis ojos eran imanes, pegados a cada movimiento tuyo, a cada giro, cada risa, cada destello de tus pestañas. Iba detrás, sin afán de llegar primero, solo quería estar cerca, como si esa cercanía fuera lo único que me anclara al mundo.

 

Las calles se estiraban, serpenteantes, envolviéndonos en sus curvas conocidas, y las casas nos observaban, como si supieran lo que sentíamos y sonrieran en secreto. La ciudad era testigo de nuestro amor silencioso, una complicidad que no necesitaba palabras. Éramos nosotros dos, moviéndonos entre risas sueltas y chicos corriendo. Pasto parecía entendernos, comprender el caos y la calma que nos habitaban, el vaivén entre amar y querer escapar.

 

Y luego, el fin de año en el Liceo estalló con su propia magia: un torbellino de gritos, agua y carcajadas, un caos hermoso al que nadie se resistía. Desde temprano sabíamos que el patio se transformaría en un campo de batalla, y los profesores, con sus gestos de seriedad, observaban como si entendieran el ritual. Entre ellos y nosotros existía una tregua tácita, un pacto secreto que convertía la despedida en un carnaval, un escape de la rutina y el peso de los días. El patio se llenaba de colores, de bombas de agua que explotaban como fuegos artificiales en el aire, como si cada explosión fuera una ofrenda al año que se iba.

 

Ver al "diablo" escalar las paredes del patio para lanzar bombas desde arriba, o a la Profe Margot que intentaba imponer orden solo para acabar empapada, convertida en uno de nosotros, era un espectáculo. Todos éramos víctimas y cómplices de esa guerra, una guerra de risas, de fugaces alianzas, de estrategias sin lógica. La adrenalina corría, y en el caos de risas y carreras se sentía una libertad que solo los años de colegio pueden dar, esa en la que el mundo es pequeño y, por un instante, parece que nos pertenece.

 

Al final, cuando no quedaba más agua y el patio se volvía silencio, nos mirábamos todos, empapados, con los rostros cansados y felices, como si en ese instante se detuviera el mundo. Era el fin de año, sí, pero también el fin de algo más. Algo en el pecho se encogía, porque sabíamos, aunque no queríamos admitirlo, que esa guerra de bombas, esa fiesta, no se repetiría jamás.

 

Ese día me despedí de mis amigos, de cada risa y cada broma, pero el verdadero latido, el que aún hoy siento como una presión en el pecho, fue despedirme de ti. Ese abrazo tuyo, fuerte y urgente, me asustó y me ancló. Hoy, después de tanto tiempo, te recuerdo, porque al final es el amor lo que pesa, lo que llena el aire, lo que hace que, aún ahora, cada esquina brille y que el sol, cada diciembre, arda un poco más fuerte.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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