En Pasto, la Navidad empezaba el
día que terminaban las clases, y ese año, 1985, el sol ardía como si el tiempo
quisiera abrir su propio fuego. El día se deslizaba lento y pesado, con esa
languidez que solo aquí se entiende, como si la ciudad misma estuviera a punto
de fundirse en la luz. Y ahí estaba el volcán, el guardián eterno, observando
en su calma brutal, abrazando cada esquina y cada calle, como si en sus faldas
estuviera escondido el secreto del amor. Ese amor que a veces se escapa como un
suspiro y a veces se queda, en la quietud.
Te vi. Estabas ahí, con tus
shorts rojos y esa camiseta del Liceo, como una declaración de libertad y
rebeldía. La maratón de fin de año, ese ritual que siempre iniciaba las
vacaciones de diciembre y los carnavales, te tenía lista. Y yo, apenas capaz de
respirar, te seguía como si estuviera atrapado en tu sombra, en el ritmo de tus
pasos. Mis ojos eran imanes, pegados a cada movimiento tuyo, a cada giro, cada
risa, cada destello de tus pestañas. Iba detrás, sin afán de llegar primero,
solo quería estar cerca, como si esa cercanía fuera lo único que me anclara al
mundo.
Las calles se estiraban,
serpenteantes, envolviéndonos en sus curvas conocidas, y las casas nos
observaban, como si supieran lo que sentíamos y sonrieran en secreto. La ciudad
era testigo de nuestro amor silencioso, una complicidad que no necesitaba
palabras. Éramos nosotros dos, moviéndonos entre risas sueltas y chicos
corriendo. Pasto parecía entendernos, comprender el caos y la calma que nos
habitaban, el vaivén entre amar y querer escapar.
Y luego, el fin de año en el
Liceo estalló con su propia magia: un torbellino de gritos, agua y carcajadas,
un caos hermoso al que nadie se resistía. Desde temprano sabíamos que el patio
se transformaría en un campo de batalla, y los profesores, con sus gestos de
seriedad, observaban como si entendieran el ritual. Entre ellos y nosotros
existía una tregua tácita, un pacto secreto que convertía la despedida en un
carnaval, un escape de la rutina y el peso de los días. El patio se llenaba de
colores, de bombas de agua que explotaban como fuegos artificiales en el aire,
como si cada explosión fuera una ofrenda al año que se iba.
Ver al "diablo" escalar
las paredes del patio para lanzar bombas desde arriba, o a la Profe Margot que
intentaba imponer orden solo para acabar empapada, convertida en uno de
nosotros, era un espectáculo. Todos éramos víctimas y cómplices de esa guerra,
una guerra de risas, de fugaces alianzas, de estrategias sin lógica. La
adrenalina corría, y en el caos de risas y carreras se sentía una libertad que
solo los años de colegio pueden dar, esa en la que el mundo es pequeño y, por
un instante, parece que nos pertenece.
Al final, cuando no quedaba más
agua y el patio se volvía silencio, nos mirábamos todos, empapados, con los
rostros cansados y felices, como si en ese instante se detuviera el mundo. Era
el fin de año, sí, pero también el fin de algo más. Algo en el pecho se
encogía, porque sabíamos, aunque no queríamos admitirlo, que esa guerra de
bombas, esa fiesta, no se repetiría jamás.
Ese día me despedí de mis amigos,
de cada risa y cada broma, pero el verdadero latido, el que aún hoy siento como
una presión en el pecho, fue despedirme de ti. Ese abrazo tuyo, fuerte y
urgente, me asustó y me ancló. Hoy, después de tanto tiempo, te recuerdo,
porque al final es el amor lo que pesa, lo que llena el aire, lo que hace que,
aún ahora, cada esquina brille y que el sol, cada diciembre, arda un poco más
fuerte.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario