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martes, 19 de noviembre de 2024

CARNAVAL SIN PALABRAS


El bus lo vomitó en medio del caos. Pasto lo recibió con un guayabo de talco y espuma en los muros, como si la ciudad también hubiera pasado su propia noche de excesos. Era 6 de enero, el último respiro del carnaval, y él cargaba encima el peso de los años, las mochilas, los silencios. 

 

Había vuelto porque quería comprobar si algo de ese lugar todavía le pertenecía, pero apenas pisó las calles, se dio cuenta de que todo había cambiado. Las fachadas eran otras, las esquinas más estrechas o más anchas, y el aire estaba lleno de una algarabía que le golpeaba el pecho con cada grito, cada risa. 

 

Llegó al viejo barrio y saludó a un par de personajes que eran inmutables, los mismos de siempre; hasta su olor era idéntico: cerveza y marihuana. Sacaron una bota de cuero llena de una mezcla explosiva de ron, manzanilla y aguardiente, a la que rindieron con una toronja litro. Otra vez como cuando tenían 19 años y el cuerpo no se resentía como ahora. Caminaron por una hora charlando, recordando a los que no encontraron, a las que se marcharon sin dejar rastro, a esos y esas que alguna vez pasaron por su vida. Bajaron el contenido de la bota con cada remembranza, unos plones de vareta y mucha risa. 

 

Y entonces la vio. 

 

Ella estaba allí, como si el tiempo no la tocara, entre el tumulto de colores y espuma, riéndose con el tipo que le ponía una corona de papel en la cabeza. Esa risa, maldita sea, esa risa que él había jurado olvidar y que ahora lo tenía clavado al suelo como un árbol torcido. 

 

Quiso acercarse, decirle algo, cualquier cosa: que el viaje había sido largo, que su vida era un desastre, que la extrañaba como a nadie, que estaba allí por ella. Pero no lo hizo. Se quedó paralizado, observando cómo el carnaval la devoraba, cómo se perdía entre canciones y gritos, como un sueño que se escapa y que cuando uno apenas despierta intenta recordar. 

 

Encendió un cigarro, aunque hacía años que no fumaba. El humo lo cubrió como un escudo. Pensó en lo fácil que sería caminar hasta ella, tocarle el hombro, decirle: “Oye, estoy aquí”. Pero el miedo se le anudó en la garganta. El miedo a que no lo reconociera, a que sí lo hiciera, a que no quedara nada que valiera la pena rescatar. 

 

Y entonces se dio la vuelta. Se dejó arrastrar por la marea de cuerpos sudorosos, por las comparsas que cantaban hasta romperse la voz. Caminó sin rumbo, el sonido del carnaval ensordeciéndolo, las risas ajenas haciéndolo sentir más solo que nunca. 

 

En una esquina, alguien le arrojó espuma a la cara, y él rió, aunque no quería. La espuma le nubló la vista, pero supo que era mejor así. Mejor no verla más, no intentar nada, dejar que ella siguiera siendo el recuerdo perfecto de lo que nunca pudieron ser. 

 

Se perdió en el bullicio. Y cuando la música paró, ya no quedaba rastro de él ni de ella. Solo el eco de un carnaval que seguía girando, como su cabeza, como su vida. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



4 comentarios:

  1. Excelente. Me encanta su manera de narrar. Gracias por compartir.

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  2. Excelente lectura de lo que significó el carnaval en nuestros días de infancia. Los recuerdos y actos de las personas sudaban perfume en olor y alegría, y las fiestas eran muy respetuosas. Hoy en día todo ha cambiado, lo único que existe son algunas esquinas del centro de la ciudad pintadas de colores que parecen estampas sin retoño por la fuerza de su terca permanecen en pie tal como eran en el pasado. Felicitaciones Jorge por esa poesía.

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