El bus lo vomitó en medio del
caos. Pasto lo recibió con un guayabo de talco y espuma en los muros, como si
la ciudad también hubiera pasado su propia noche de excesos. Era 6 de enero, el
último respiro del carnaval, y él cargaba encima el peso de los años, las
mochilas, los silencios.
Había vuelto porque quería
comprobar si algo de ese lugar todavía le pertenecía, pero apenas pisó las
calles, se dio cuenta de que todo había cambiado. Las fachadas eran otras, las
esquinas más estrechas o más anchas, y el aire estaba lleno de una algarabía
que le golpeaba el pecho con cada grito, cada risa.
Llegó al viejo barrio y saludó a
un par de personajes que eran inmutables, los mismos de siempre; hasta su olor
era idéntico: cerveza y marihuana. Sacaron una bota de cuero llena de una
mezcla explosiva de ron, manzanilla y aguardiente, a la que rindieron con una
toronja litro. Otra vez como cuando tenían 19 años y el cuerpo no se resentía
como ahora. Caminaron por una hora charlando, recordando a los que no encontraron,
a las que se marcharon sin dejar rastro, a esos y esas que alguna vez pasaron
por su vida. Bajaron el contenido de la bota con cada remembranza, unos plones
de vareta y mucha risa.
Y entonces la vio.
Ella estaba allí, como si el
tiempo no la tocara, entre el tumulto de colores y espuma, riéndose con el tipo
que le ponía una corona de papel en la cabeza. Esa risa, maldita sea, esa risa
que él había jurado olvidar y que ahora lo tenía clavado al suelo como un árbol
torcido.
Quiso acercarse, decirle algo,
cualquier cosa: que el viaje había sido largo, que su vida era un desastre, que
la extrañaba como a nadie, que estaba allí por ella. Pero no lo hizo. Se quedó
paralizado, observando cómo el carnaval la devoraba, cómo se perdía entre
canciones y gritos, como un sueño que se escapa y que cuando uno apenas
despierta intenta recordar.
Encendió un cigarro, aunque hacía
años que no fumaba. El humo lo cubrió como un escudo. Pensó en lo fácil que
sería caminar hasta ella, tocarle el hombro, decirle: “Oye, estoy aquí”. Pero
el miedo se le anudó en la garganta. El miedo a que no lo reconociera, a que sí
lo hiciera, a que no quedara nada que valiera la pena rescatar.
Y entonces se dio la vuelta. Se
dejó arrastrar por la marea de cuerpos sudorosos, por las comparsas que
cantaban hasta romperse la voz. Caminó sin rumbo, el sonido del carnaval
ensordeciéndolo, las risas ajenas haciéndolo sentir más solo que nunca.
En una esquina, alguien le arrojó
espuma a la cara, y él rió, aunque no quería. La espuma le nubló la vista, pero
supo que era mejor así. Mejor no verla más, no intentar nada, dejar que ella
siguiera siendo el recuerdo perfecto de lo que nunca pudieron ser.
Se perdió en el bullicio. Y
cuando la música paró, ya no quedaba rastro de él ni de ella. Solo el eco de un
carnaval que seguía girando, como su cabeza, como su vida.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Excelente. Me encanta su manera de narrar. Gracias por compartir.
ResponderBorrarGracias por tomarse el tiempo de leer
ResponderBorrarExcelente lectura de lo que significó el carnaval en nuestros días de infancia. Los recuerdos y actos de las personas sudaban perfume en olor y alegría, y las fiestas eran muy respetuosas. Hoy en día todo ha cambiado, lo único que existe son algunas esquinas del centro de la ciudad pintadas de colores que parecen estampas sin retoño por la fuerza de su terca permanecen en pie tal como eran en el pasado. Felicitaciones Jorge por esa poesía.
ResponderBorrarGracias Jaime por leer
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