CARTAS DE AMOR 39
Señora bonita,
Pienso en usted con la misma
devoción con la que uno mira el horizonte al caer la tarde, esperando siempre,
como si la vida fuera a comenzar de nuevo cuando el sol toca las montañas. La
recuerdo como se recuerda lo que nunca se ha olvidado, la extraño como se extraña
lo que no se ha tenido del todo. Y en esa mezcla de realidades y fantasías, me
permito desearla, como se desea la fruta madura que el árbol ofrece sin prisa,
sabiendo que hay que esperar el momento justo para probarla.
Imagino su risa, y siento en mi
pecho ese calor que no viene del sol, sino de los recuerdos que se han vuelto
carne. Porque su risa no es solo un sonido, es la melodía que acompaña los días
que se alargan sin fin. Es un eco que resuena en los rincones más profundos de
mi alma, un eco que me asegura que la vida, con sus complicaciones, sigue
siendo un lugar donde vale la pena soñar.
Cuando usted ríe, señora, el
mundo se detiene. Las guerras olvidan sus batallas, los pájaros callan para
escucharla y hasta el viento parece cambiar su rumbo, buscando su voz. En su
risa están los colores del amanecer, las promesas del crepúsculo, y los
susurros de la tierra que pide ser escuchada. Es una carcajada que ilumina las
sombras de mis días, el estallido que disipa mis noches de soledad. Con usted, uno
no puede más que rendirse ante la certeza de que la vida, aunque cruel, puede
ser generosa.
La imagino, siempre, como una
tarde de verano en la que el tiempo parece detenerse. Una tarde que arde en su
luz, pero que no quema, que invita al descanso bajo la sombra, y al mismo
tiempo, al caminar sin rumbo por senderos desconocidos. Es usted el sol que
nunca se apaga, el que, incluso en medio de la tormenta, insiste en aparecer.
Con usted, siempre hay un nuevo amanecer, una nueva promesa.
Pero usted, mi señora, es más que
una tarde de verano. Es el enigma de la fruta que cae solo cuando está lista.
No llega antes, ni se demora. Sabe cuándo es su momento. Y yo, en mi
impaciencia, espero con la certeza de que cuando el destino decida, cuando la
vida lo permita, la tendré, la saborearé, como quien prueba el fruto más dulce
y entiende de pronto todos los misterios del mundo.
En usted, todo cobra sentido. En
su risa, en su mirada, en su presencia. Usted me ha enseñado que el tiempo no
es más que un cómplice, que la vida es como el vino añejo que debe beberse sin
prisa, a sorbos pequeños y eternos. Y aunque el futuro sea incierto, siempre me
quedarán sus ojos. Esos ojos que, como estrellas en una noche oscura, tienen el
poder de salvarlo todo.
Con amor eterno,
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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