El Barrio
El barrio, aquel trozo de tierra
donde las casas tenían alma y los árboles nombres propios, se ha convertido en
parte de la selva de cemento. Hace cuarenta años, los niños jugaban en las calles,
y las vecinas se saludaban desde las ventanas. Hoy, esas mismas calles son ríos
de asfalto por donde navegan autos sin destino, y las ventanas ya no se abren
para dejar entrar el aire de la vida, sino para cerrarse al ruido interno, de
un mundo que ha olvidado cómo hablar.
Las casas, esas que una vez
fueron santuarios de historias y recuerdos, se han estirado hacia el cielo en
edificios que no conocen el calor de un abrazo. Cada piso es una cápsula, una
isla flotante en la que los habitantes son náufragos de sus propias vidas. El
parque, antes un refugio de risas y secretos, es ahora un estacionamiento donde
los carros reposan en fila, como soldados de un ejército que ya no tiene por
qué luchar.
El barrio ya no es de nadie. Las
puertas que antes se abrían para invitar al vecino a un café, ahora son muros
que separan, que dividen. Nadie recuerda el nombre del anciano que cuidaba las
flores en la esquina, o de la mujer que vendía empanadas al caer la tarde. El
barrio ha perdido su rostro, su olor a pan recién hecho y a tierra mojada, ya
no hay niños que busquen dar la lleva o cambiar las figuritas en la
desaparecida tienda del vecino.
Los recuerdos se desvanecen en el
eco de las sirenas, en el zumbido constante de una ciudad que crece sin
detenerse, que traga lo que un día fue y lo escupe como un suspiro olvidado. Y
en esa bulla, en ese caos ordenado, el barrio se disuelve, como un sueño que al
despertar se convierte en nada.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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