El abuelo había esperado todo el año por ese día. Era el 5 de enero, y Pasto latía al ritmo del Carnaval. La ciudad parecía un caleidoscopio: máscaras, risas, colores y el murmullo de un río de gente que no se detenía. Las manos del abuelo, curtidas por los años, sostenían los pequeños dedos de Belén y de Juan José.
- ¡Hoy es el día del juego de negritos! -dijo el abuelo con un entusiasmo que hacía eco del niño que aún vivía dentro de él. Belén saltaba emocionada, mientras Juan José agitaba sus bracitos, sin entender del todo, pero contagiado por la alegría.
El abuelo se agachó frente a ellos y sacó de su mochila la "pintica", esa mezcla negra que llevaba generaciones siendo símbolo de fiesta y memoria. - Este juego simboliza la libertad, el respeto, la igualdad y la biodiversidad - dijo, mientras manchaba suavemente las mejillas de Belén y Juan con las yemas de sus dedos.
- ¿Por qué negro, abuelo? - preguntó Belén, mirando el rostro manchado en el reflejo de un charco que la lluvia de la noche anterior había dejado.
- Porque el negro es vida - respondió él -. Es la tierra que nos da de comer, es la noche donde descansamos, es la piel de nuestros hermanos. Y hoy jugamos para recordar que somos iguales.
Juan José balbuceó algo ininteligible mientras señalaba la espuma que alguien lanzaba al aire, y los tres estallaron en carcajadas. Entre las calles vibrantes de música y danza, comenzaron el "juego caricia". Belén acariciaba el rostro del abuelo con sus manitas pintadas, dejando trazos negros en las arrugas que contaban historias. Juan José, con su torpeza de niño pequeño, intentaba imitarla, dejando manchas por todas partes.
- ¡Ahora corre, abuelo! - gritó Belén, lanzando espuma. Y el abuelo, con una agilidad inesperada, empezó a correr entre la multitud, riendo a carcajadas como si el tiempo no tuviera peso.
El carnaval seguía su curso, pero para ellos era un mundo aparte. Era un rincón donde los colores, la música y la risa se entrelazaban con el amor puro. Belén y Juan José terminaron exhaustos, dormidos en los brazos del abuelo mientras el sol se ocultaba detrás del volcán Galeras.
El abuelo, con las mejillas aún pintadas y el corazón rebosante, miró hacia el cielo iluminado por los últimos rayos del sol y susurró: - Que este juego nunca termine. Que siempre recuerden que aquí, entre risas y manchas negras, encontraron la verdadera felicidad.
Y mientras el Carnaval rugía a su alrededor, el abuelo se quedó pensando, sosteniendo a sus nietos, como si en ese instante nada pudiera ser más perfecto.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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