Sui generis
En algún momento de mi juventud, pensando
en no sé qué, sin dejar la salsa, ni la música protesta, donde las horas se
dilatan y las melodías se enredan en el viento como hilos de luz, descubrí el
sonido de un piano que flotaba en mi mente quedándose para siempre. Las notas
que brotaban de las teclas parecían tener vida propia, cada una portando la
memoria de un tiempo en que las noches se desbordaban de vino y secretos, para
que nunca olvide que hubo un tiempo que fue hermoso.
Charly, el mago de cabellos
desordenados y bigote dicromático, tocaba con la intensidad de quien conoce
todos los misterios del universo, pero prefiere guardarlos en su pecho. Cada
acorde era un eco de los sueños que se habían perdido entre el murmullo de mi
ciudad, de las tardes de lluvia que ahogaban las promesas hechas en las plazas
vacías, de la lucha clandestina y los amores perdidos.
En las mañanas, despertaba con el
primer rasgueo de la guitarra, sonando en casetes grabados en cualquier parte,
como si un susurro invisible me llamara a recordar lo que habían intentado
olvidar, porque estábamos en épocas en las que sabíamos que la persona que amas
puede desaparecer. En algunas tardes cuando organizábamos la fiesta, las
mujeres, con sus faldas de colores, a las que sus piernas flacas se parecían
quebrar, cantaban al compás de los coros, y los amigos, con sus rostros aún de
niños, se dejaban llevar por las melodías que parecían conocer desde siempre. Por
eso desde ese tiempo yo no voy en tren, voy en avión.
La música de Charly era como un
tren que jamás llegaba a destino, recorriendo eternamente los paisajes de la
memoria. En sus letras, las historias de amores imposibles y utopías rotas se
tejían con la misma precisión con la que el cielo se unía al mar en el horizonte.
Había en su voz una tristeza infinita, un eco de soledad que se confundía con
la risa y el desparpajo. Siempre diciendo que no puede soportar la verdad,
porque el terror lo va a matar.
Aquella música, que resonaba en
el corazón como una antigua profecía, como esas motos que van a mil, no era
solo un sonido; era un hechizo que envolvía en una bruma de melancolía y de
esperanza al mismo tiempo. Las notas danzaban en el aire, rozando los sueños de
quienes aún creían en la magia de las palabras, rasguñando las piedras,
demoliendo hoteles, desapareciendo dinosaurios o simplemente volando bajo. Con el
poder de sus canciones se curaban las heridas más profundas.
Y así, Charly sigue tocando,
arrancando del silencio las notas de una música que no conoce el tiempo, que
como el amor, se niega a morir y me lleva siempre a recordar que yo quise el
fin y había más, y yo quise más, y no había fin.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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