OFICIALES DE BOLÍVAR, ROMPAN FILAS
Aquel día el sol se alzó como si nada hubiera
pasado, ignorante del temblor que recorría la piel de la tierra. Los árboles no
eran distintos, las nubes avanzaban con la lentitud de siempre, pero en el
corazón de los hombres y mujeres del M-19, algo titilaba con una fuerza nueva,
incontrolable. Para los guerrilleros, esa tarde todo cambió.
El metal frío, curtido por la pólvora, ya no
estaba. No hubo palabras, solo un leve eco, un gesto mudo que flotó entre
ellos, combatientes, hombres y mujeres que habían apostado su vida en una idea
más alta que la montaña más alta. La paz de la que hablaron los últimos meses
—que se convirtieron en años— comenzaba hoy. La incertidumbre generada en
diciembre por el incumplimiento del gobierno y el congreso quedaba atrás. Sin
más miramientos, dejaban los fierros y apostaban a la lucha política.
En la chiva que nos llevaba desde Santo Domingo
a Cali, los recuerdos golpeaban con la violencia de un río desbordado. Las
marchas nocturnas bajo cielos cargados de estrellas, las emboscadas en las
sombras, los operativos en ciudad, las despedidas, los compañeros que se
desvanecieron como cenizas arrastradas por el viento. ¿Había valido la pena?,
me pregunté en silencio, mientras los compas hablaban y reían. No oía las
palabras, solo el eco de los disparos que ya no se harían, la promesa de un
futuro que aún no conocía.
La revolución, esa llama que una vez ardió con
fuerza en el pecho, ahora se sentía como una brasa lejana, tibia, no extinta, pero
sí transformada. Me pregunté si la lucha se había convertido en otra cosa o si
era yo quien ya no la entendía de la misma manera. ¿Acaso el fusil había sido
una extensión de mi ser? Ahora que estaba desnudo de armas, ¿qué quedaba de mí?
Sentía el peso del pasado como una mochila
vacía. Algo se había ido, algo se había ganado, y en el vacío de ese momento
surgió un nuevo tipo de batalla: la que tendría que librar con mi memoria.
Dejar las armas no significaba dejar atrás la guerra; la guerra ahora vivía en
mi interior, en las cicatrices, en los fantasmas que, desde ahora, me seguirían
por las calles de una ciudad que siempre había mirado desde la lejanía. Volver
a la vida civil, decían. ¿Pero qué vida? En un país que enterraba todos los
días a sus mejores hombres y que, en el transcurrir de su historia, solo era
ejemplo de perfidia y engaños. Se me vino a la mente la suerte de Guadalupe
Salcedo y su ejército de llaneros liberales, la propia comandancia del EME en
estos últimos años.
Miré a mi alrededor. Los rostros de mis
compañeros reflejaban alegría, el peso de un pacto con la historia, dijo
Claudia, una guerrillera que venía de Bogotá, perdón, una ex guerrillera que
venía de Bogotá. Se había firmado un acuerdo, sí, pero nadie sabía con certeza
lo que iba a pasar. Los ideales, esos que los habían llevado a subir al monte,
estaban intactos como el primer día. Tal vez la esencia de todo residía en el
polvo, las cenizas de lo que fue, alimentando algo que todavía no comprendía.
No sabía si era el único que sentía eso, pero mejor me uní a cantar junto con
ellos durante el viaje. Más que un grupo de excombatientes, parecía un paseo
escolar.
Guerrilleros, ahora despojados de su uniforme y
sus armas, sentí entre mi pecho y espalda una nueva incertidumbre. El sol continuaba
su ascenso, ajeno a la despedida, y en ese instante me dije en voz baja: la
revolución no ha muerto, solo ha cambiado de trinchera. Y como alguien que
despierta de un largo sueño, entendí que el verdadero combate apenas comenzaba,
esta vez sin balas, pero con el peso de una historia que siempre me seguiría.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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