La sastrería de Alberto
En las casas de adobe,
donde el tiempo se detiene en las grietas,
mi niñez corría descalza,
jugando con las sombras
que el sol dibujaba en las paredes.
El olor a tierra húmeda y café recién hecho
llenaba el aire,
y los días pasaban sin prisa,
como si el reloj del mundo
hubiera perdido su compás.
Mi abuelo Alberto, con sus manos de artesano,
manejaba la aguja y el hilo
como quien teje historias antiguas,
en su pequeña sastrería
donde su radio Philips era cómplice
de cada puntada precisa,
de cada botón cosido con esmero.
Las telas colgaban como cortinas de recuerdos,
cada una con un pedazo de vida,
un trozo de historia que él conocía bien.
Sus ojos, cansados pero llenos de luz,
me contaban sin palabras
cómo los trajes se transformaban
en armaduras para los hombres,
en vestidos para las mujeres
que soñaban con noches estrelladas
y bailes que duraban hasta el amanecer.
Yo me sentaba a su lado,
observando el arte que fluía de sus manos,
y en ese rincón de adobe,
aprendí que las costuras no solo unían telas,
sino también almas,
que en cada prenda quedaba impreso
un fragmento de quien la usaba.
Las casas de adobe,
testigos de mi niñez,
guardan en sus muros el eco
de las risas y las historias
que mi abuelo y su sastrería
dejaron en mi memoria,
como un hilo que jamás se rompe,
como un traje que nunca se olvida.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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