La Llanada
El viento no apura su paso. Se
desliza como un susurro paciente, acariciando las ramas que lo esperan desde
siempre. No corre, no escapa, camina despacio, como quien lleva en sus
bolsillos historias que no tiene prisa por contar. Es el viento viejo, el que
ha escuchado los secretos del amanecer, esos que nacen antes de que la primera
luz rompa la oscuridad.
El sol, que aún no se atreve a
alzar su voz, estira sus brazos tímidos sobre la montaña. Se cuela entre los
árboles, dibujando en la piel de la tierra sombras que nunca son las mismas,
como si quisiera reinventar el mundo cada mañana. Todo lo que toca se despierta
lentamente, el murmullo de la vida apenas empieza, y las flores, ebrias de
rocío, levantan sus cabezas para beber la luz naciente.
Las montañas, como gigantes
centinelas, no dicen nada. Desde su altura, observan, guardianas silenciosas de
los pasos del tiempo. Ellas lo han visto todo: el dolor y la fiesta, las
lágrimas y las carcajadas de la vida. Y en su silencio se esconde un eco
antiguo, un latido que pertenece al viento, un canto que nadie más escucha,
pero que todos sienten en lo más hondo del alma.
Y cuando todo parece haber
renacido, hasta lo que nunca se ha perdido, llega la tarde, con su promesa de
calma. Las aves se apagan en el horizonte, el viento se recuesta en el regazo
de las montañas, y el día se disuelve lentamente en el abrazo de la noche.
Todo, en La Llanada, respira la necesidad de paz, de un mundo que ha aprendido
a renacer, sin prisa, una y otra vez, sin perderé la esperanza.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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