Para siempre
Jugarse la vida por amor es el
único pacto que no conoce la muerte. Es apostar cada latido, cada respiro, en
un baile frenético con el destino, donde las sombras y la luz se entrelazan en
una danza sin fin. No se trata de sobrevivir, de contar los días que se suceden
como páginas de un calendario olvidado. Es sentir en cada poro la chispa de lo
eterno, el susurro de lo inmortal, que nace en el momento en que decidimos
entregarnos sin reservas.
El amor verdadero no se mide en
años ni en promesas. Se mide en la intensidad con la que nos arrojamos al
abismo, confiando en que las alas del sentimiento nos sostendrán. Vivir por
amor es quemarse en una hoguera que no se apaga, es ser ceniza y al mismo
tiempo, ser fénix. Es la única manera de desafiar al tiempo, de reír en la cara
de lo efímero, sabiendo que en ese salto, en ese acto de fe, nos convertimos en
algo más grande que nosotros mismos.
Porque amar con todo el ser es
trazar un camino hacia la eternidad, es dejar una huella indeleble en el alma
del otro, un rastro que ni el olvido puede borrar. Vivir para siempre no es
cuestión de permanecer, sino de vibrar en la memoria de quien nos ha amado, de
resonar en los rincones más ocultos de su ser. Es ser la melodía que nunca se
apaga, el eco que perdura más allá de la última nota.
Jugarse la vida por amor es el
secreto de la inmortalidad. Es comprender que, en ese acto de entrega total,
nos liberamos del miedo, de la soledad, del vacío. Es en el amor, en ese riesgo
sublime, donde encontramos la verdadera vida, una vida que no termina con el
último aliento, sino que se despliega en la eternidad de los corazones que
tocamos para siempre.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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