Querido Jaime,
Han pasado veinticinco años desde
que el destino y el paramilitarismo, entonces en el poder, nos hicieron esa
broma macabra, mancillando la vida antes de que el sol alcanzara su cenit.
Aquí, en este Macondo de barro y esperanzas rotas, todavía nos cuesta aceptar
que te arrancaron sin piedad, sin dejarnos siquiera un último adiós para
soportar la tristeza que dejó tu partida. En cada esquina polvorienta de esta
tierra mágica, tu risa resuena como un eco interminable, mezclada con el aroma
de las flores que nunca mueren y el murmullo de las voces que cuentan historias
al viento.
Te escribo desde este rincón del
mundo donde el realismo mágico se mezcla con la cruda realidad, donde los
muertos conversan con los vivos en un diálogo interminable de verdades y
mentiras. Aquí, todos te recordamos como el loco genial que se atrevió a vestir
de arlequín en un país donde la seriedad se había convertido en una máscara de
hierro, y donde la verdad cuesta la vida.
No te fuiste, Jaime, eso lo
sabemos bien. Sigues aquí, habitando los sueños de los que no se resignan,
acompañando las luchas de los que aún creen que es posible cambiar el curso de
la historia. En las madrugadas frías, cuando el silencio es más espeso que la
neblina, tu figura aparece en los televisores apagados, en las páginas de los
libros que aún no se han escrito, en las conversaciones que no se atreven a
pronunciar tu nombre sin una sonrisa.
Te imagino caminando por estas
calles, con tus zapatos polvorientos y ese aire de niño travieso que nunca
perdió la capacidad de asombrarse ante la maravilla, y denunciar sin tapujos la
injusticia de nuestro país. Sé que no has dejado de observarnos con esa mirada
inquisitiva que penetraba las corazas de la mentira, que desnudaba el alma de
los poderosos y acariciaba con ternura el corazón de los humildes.
Aquí, en esta tierra donde la fantasía
se confunde con la verdad, seguimos tu ejemplo. Nos enseñaste que el humor es
el arma más poderosa contra la desesperanza, que la risa es un escudo
indestructible contra la tiranía, y que la dignidad no se negocia, aunque la
vida misma esté en juego. Y, además, nos enseñaste que hay que sonreír, porque
es lo que más les duele a los vendedores de seguridad y repartidores de miedo y
muerte. Los enemigos de la vida y de la paz siguen agazapados, buscando
regresar al poder, desde donde dieron la orden de matarte y desde donde han
saqueado al país. Quieren volver al gobierno, al desgobierno de los agentes de
la muerte. Pero te prometo que no cesaremos en la lucha por evitar que ellos,
tus asesinos, regresen al poder.
Te escribo para decirte que no te
hemos olvidado, Jaime. Que tu legado sigue vivo, latiendo en el corazón de un país
que aún sueña con la justicia, que aún anhela la paz. Nos dejaste el mapa para
encontrar el tesoro más valioso: la dignidad. Y aunque a veces el camino se
hace largo y tortuoso, sabemos que tu espíritu nos acompaña, guiándonos entre
la maraña de la realidad y la ficción, entre el sueño y la vigilia.
Hasta siempre, querido amigo.
Aquí, en este Macondo eterno, seguiremos riendo contigo, soñando contigo,
luchando contigo. Porque en cada rincón de esta tierra mágica, donde los
fantasmas y los vivos se mezclan en un baile interminable, tu voz sigue siendo
la brújula que nos señala el norte.
Con el afecto y la gratitud de un
pueblo que nunca te olvidará, somos y seremos los seguidores de tu ejemplo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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