EL COLIBRÍ Y LA FLOR
En un rincón secreto del bosque,
donde el sol juega a esconderse entre las hojas, vivía un colibrí de plumas
iridiscentes que cantaban en colores. Su vuelo era un suspiro de color, una
danza efímera entre los destellos del día, un susurro de arcoíris que trazaba
poemas en el aire. Cada mañana, el colibrí despertaba con el primer rayo de
luz, sus alas zumbando con el ansia de un nuevo amanecer.
Una flor solitaria crecía en el
claro del bosque, sus pétalos de un rojo profundo, como si guardaran en su seno
el ardor del sol. Era una flor que había aprendido a esperar, sus hojas
abiertas al cielo, su fragancia flotando en el aire como un secreto ancestral.
Soñaba con el momento en que el colibrí la encontraría, con la promesa de un
encuentro que llenaría sus días de sentido.
El colibrí volaba entre las
flores del bosque, su pico buscando el néctar escondido, su corazón palpitando
con la urgencia de la vida. Pero, en el fondo de su ser, una inquietud lo
guiaba, una atracción hacia un rincón aún no descubierto. Y así, un día, el
colibrí siguió esa llamada interior, sus alas llevándolo a ese claro escondido.
Cuando el colibrí vio la flor, su
vuelo se detuvo en el aire, como si el tiempo mismo se hubiera congelado. La
flor, en su soledad, alzó sus pétalos con una bienvenida silenciosa. Era como
si el destino los hubiera unido, dos almas que se encontraban en el vasto tapiz
del universo.
El colibrí se posó con delicadeza
en los pétalos de la flor, su pico rozando suavemente el corazón de fuego. La
flor tembló bajo su toque, su esencia mezclándose con el aliento del colibrí.
En ese instante, el bosque pareció contener el aliento, las hojas inmóviles,
los sonidos apagados.
El colibrí y la flor se
comunicaron en un lenguaje sin palabras, un intercambio de vida y belleza. La
flor entregó su néctar, y el colibrí, en un acto de amor y gratitud, polinizó
la flor, asegurando su futuro en el ciclo eterno de la naturaleza.
Y así, cada día, el colibrí
volvía a visitar la flor, su vuelo un poema de colores, su presencia una
caricia en los pétalos. La flor, en su espera, se convirtió en un símbolo de
esperanza y constancia, su corazón abierto al colibrí, al sol, al cielo.
En el rincón secreto del bosque,
donde el sol juega a esconderse entre las hojas, el colibrí y la flor vivían su
historia, una melodía de vida y amor escrita por la naturaleza.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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