sábado, 19 de marzo de 2016

CARTA No. 12



Nada podrá medir el poder que oculta una palabra. Tal vez lo único que la puede remplazar es una mirada furtiva o un beso, porque son el preludio de todo lo que viene y puede ser gozado hasta el éxtasis.

Las palabras son una herramienta de la pasión porque ellas, las palabras, son el arraigo de los sentimientos. Pero las palabras desatan toda su capacidad de seducción sólo en el momento en que son leídas, masticadas, poseídas, introducidas por quien lee, de lo contrario son inexistentes. Improcedentes diría yo.

Pues sólo al leer, al pasar por la mente esas sensaciones que se derivan de aquellas letras, al recordar lo que hemos vivido o al poner en función la imaginación, podemos disfrutar el color de esos labios, la tibieza de esa piel, el olor del que se impregnó esa palabra en cuantas ocasiones fue pronunciada, ósea podemos encarnar la palabra y sólo así el verbo se hace carne.

Escribir es entrar en un trance místico. Leer es abrir esa ventana, esa puerta a esas sensaciones que recorren nuestros cuerpos y que se acercan tanto al contacto físico, que dejen huellas en la piel; entonces sin duda saboreaos la palabra, acariciamos la palabra, humedecemos nuestros sexos con nuestros textos, amamos con palabras, erotizamos con letras, convertimos los vocablos en acciones pasionales. Nuestra conciencia se nutre de esas formas de amar a través de las letras convirtiendo las hojas blancas en sábanas y las silabas en yemas de dedos recorriendo erizados muslos. 

De esta manera el texto se convierte en parte de nuestra inteligencia cognitiva y por lo tanto en parte de la inteligencia de nuestra piel ya que nuestros cuerpo recuerdan, llevan una conciencia de las sensaciones y acuden a la reacción de palabras placenteras como lo hacen con el contacto de una lengua, de unos labios, de la penetración que se hace en el momento preciso de estar húmeda y completamente entregada a las caricias.

Hay un nexo estrecho entre quien escribe y quien lee, es ese nexo entre la palabra y la curiosidad que abre mundos desconocidos y recupera las vivencias de otros tiempos, sin límites y sin pudores. Las palabras evocan y eso es volver a vivir con una fuerza mágica ya que podemos arreglar a nuestro acomodo lo que ya vivimos y hacerlo realidad en una posible acción futura.

Entonces: ¿Cómo no escribir al mirar esos labios? Si son esos labios, en sí muchas palabras frases que se vuelven ganas de besarlos, ganas de sentirlos apretados y húmedos, ganas de palparlos, de morderlos. Ganas que se deslicen o que encuentren, que aprendan al contacto; o qué hacer con ese pelo que enreda los sentidos como una telaraña que me atrapa en vuelo, en la cual quisiera enredar mis dedos mientras amas, mientras siento su olor a dulce y a fuerza, tu pelo que quisiera sentir deslizándose o cubriéndome

¿Cómo no acudir a la palabra al mirar esos hombros como frutas jugosas? Si son tus hombros el mejor de los poemas y por lo tanto pura seducción. No hay mejores poemas que los poemas que seducen y no hay mejor manera de seducir que los poemas, por eso imaginar tus hombros en mis manos, su olor llenando mis sentidos, su sabor al contacto de mi boca, es seducción total es sin duda, estar al borde del paroxismo.

Mirarte entonces es parte de la seducción y las palabras que nacen después de esa mirada no pueden ser una cosa distinta a la más pura seducción. Mirarte así en silencio, como magnífica obra de Dios, como una emanación de luz desde esas hermosas pupilas, es de por sí una imagen seductora que llama a desatar torrentes y a librar batallas.



Seducción que no puede dejar de soñar en la luz de la luna, en una cama mullida, en una pasión desnuda, en un amor de locura. En una penumbra resultante de la oscuridad de la noche y de la luz que producen esos ojos para que todo lo que se escriba luego sea el resultado del contacto de todos los sentidos con todo el sentimiento

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