martes, 18 de marzo de 2014

IRENE


I

Tumbado en el sofá de la sala mira las lámparas encendidas, el reloj de péndulo del cual alardeaba Irene, da las nueve campanadas y él enciende un cigarrillo esperando que ella salga.

Cada día trae sus pequeñas sorpresas, para él este trajo una grande, muy grande para ser preciso. Esta mañana se levanto temprano, salió sin que nada vislumbrara una noche como la que había de llegar, transitó las calles polvorientas, llegó al trabajo como todos los días y como todos los días salió a almorzar al restaurante de enfrente, la tarde y su modorra trascurrieron también dentro de lo presupuestado, pero casi al fin de la jornada la vio entrar a su oficina con el desparpajo habitual que siempre ha amado.

Parsimonioso como siempre la invito a pasar y ella se sentó al filo del escritorio dejando ver sus hermosas pantorrillas saliendo de su vestido rojo de líneas blancas y le dijo con voz burlona: “Así que no te has muerto, pensaba que te habías muerto”. Y aunque él rió a carcajadas junto con ella, por dentro sabía que quería decirle con esas palabras.

Salieron del café a su casa, ella quería cambiarse para ir de rumba y así lo hicieron, el cigarrillo termina casi en el filtro y sus dedos amarillentos lo refriegan en el cenicero de cristal de la mesita de centro. Piensa en las posibilidades de esa noche, pero deja que sea el destino el que tome las decisiones, como siempre le ha pasado con ella.

Baja las gradas de mármol, él la ve por el ventanal de la sala, botines negros, jeans bota campana, blusa de flores azules, chaqueta de cuero y la boina negra colofón a su belleza. Se pasea ostentoso llevándola de brazo por las calles semidesiertas de la ciudad; entran al lugar donde el dueño los conoce a los dos y los ubica en una mesa cerca a la barra, la música retumba y ella ríe a carcajadas. 

Desde donde está sentado puede observar el salón completo, las mesas están llenas en su totalidad y la gente baila y acompaña con sus palmas y hacen los coros de los temas antillanos que el ama desde que la ama a ella. Su aire aristocrático contrasta con su alegría que desborda y que contagia, baila junto a ella, disfruta la cercanía de su rostro, su perfume que lo embriaga y esa oquedad perfecta para su mano, al empezar su cadera, justo en su cintura debajo de su blusa de seda.

Suena el boogaloo  y retumban los parlantes empotrados en las esquinas del lugar, la cadencia sonora sube desde el piso por el cuerpo y el ron que ya ha hecho su trabajo ruboriza sus mejillas, dan vueltas en medio de los otros bailarines y el humo de cigarrillo cubre el ambiente como una nube, neblina con olor a tabaco y aguardiente.

Esta en el momento preciso en que la corbata se ha convertido en una balaca que aprieta su frente y evita que el sudor corra hasta su rostro, la camisa desabotonada y las mangas dobladas hasta los codos, salsero destellante, watusi de ciudad, sus movimientos se acompasan a sus pasos, su cadera es una con sus manos y sus ojos no se separan de los de ella, que a este momento se han convertido en un par de esmeraldas que contrastan a la perfección con sus labios rojos. Ya llegó el bolero y el beso que saboreo desde el momento en que la vio entrar a su oficina.

En el camino de regreso se desvían, miradas zalameras, acuerdos sin palabras, corren cogidos de la mano, retumban sus pasos en el pavimento y la risa entrecortada por la respiración agitada. En la entrada una señora gorda, con voz suave e hipócrita les pregunta: “¿Toda la noche?”. Se dirige con ademanes de complicidad hasta la puerta rotulada y lo empuja en la cama donde se aman hasta que el día despunta en las ventanas.

II

El partido le ofreció el ascenso justo el día en que ella entró a la Universidad, le dio una retahíla de razones por las cuales debían irse juntos y de como ella estaría feliz y tranquila si se iba con él. Pero ella lo escuchó tranquila, impávida, como si no tuviera ningún sentimiento, solo espero que dejara un espacio para poder acercarse y darle un beso. Así era ella, así la amaba.

Fanfarroneando su nueva posición en el gobierno nacional abandonó la ciudad, ella lo acompañó al aeropuerto y antes del abrazo de despedida le susurró al oído: “Deseo con toda el alma que algún día dejes de pensar solo en ti, los demás también existimos”. Sus palabras lo acompañaron durante varios de los próximos días, pero al cabo de un par de semanas la dinámica del Ministerio y los compromisos sociales, la burda vulgaridad disfrazada de etiqueta, lo que alguna vez soñó en su cuarto como las mieles del poder, habían mitigado las palabras que ella le dejo clavadas en el cerebro.

Una tarde en su oficina pensaba murmurando: “Parezco egoísta, pero no soy un egoísta”… Cuando su secretaria entró alcanzó a escuchar lo que decía en voz alta: “Pero no puedo encontrar una mujer que me interese como tú”.

Un año había pasado cuando a la una y media de la tarde  lo llamaron a su casa, los domingos él se encerraba y se dedicaba a leer y avanzar algunas cosas para la semana entrante, tenía dadas las instrucciones que no lo llamaran a no ser que sea algo urgente, aún para sus familiares y amigos más cercanos, pero se levantó de un solo salto cuando por teléfono le informaron que ella estaba detenida.

Un par de llamadas, uno que otro apretón de manos y una sonrisa prometiendo algún favor, está vez la sacó barata. Justo ahora que empezaba a ganarse la confianza de la gente del partido y que su trabajo había evitado un par de escándalos ante hechos eminentemente obvios pero que él con unas cuantas argucias argumentativas había conseguido librar de la insistencia de un pequeño grupo de periodistas de la oposición.

Viajó en comisión oficial a la ciudad y se hospedó en un hotel, no quiso ir a su casa por razones de seguridad, a las 11 de la mañana subió a hacer una revisión oficial de la cárcel de mujeres y a su verdadera misión, ir por ella.

Al pasar la puerta de guardia ella le sonrió como siempre, él sintió que sus piernas le temblaban y que su pulso se aceleraba. Toda la furia y el discurso preparado de ante mano se volvió trizas cuando ella se abalanzó hacia él y lo abrazó.  Respiro profundo y la apretó a su pecho.

“Vamos estás en libertad”. Dijo en vos seca y ella por primera vez no dijo nada, solo lo tomó de la mano y salió de ese claustro. Esa tarde en el hotel esperó una llamada de teléfono, luego de hablar un par de minutos le dijo en tono de mando: “Solo dispones de una opción y tienes una hora para contestarme”. Al entrar al ascensor, ella echó una mirada al infinito, cerró sus ojos y le dijo: “Acepto”.

III

Cuando llegan los invitados y la iglesia se llena en dos de las naves centrales, él mira con nerviosismo su reloj. La iglesia esta adornada de un blanco meticuloso, no escatimó en gasto alguno, de la puerta al altar hay rosas y moños de tafetán, las damas de honor, el coro de capela, el obispo, los pajecitos y los fotógrafos de farándula.

Su padre y su madre del lado izquierdo de la iglesia y su futuro suegro y suegra en la derecha, familiares y amigos escogidos en largas jornadas de preparación, inclusive el Ministro y su esposa habían llegado el lunes anterior para acompañarlo. Habían  hecho simulacro del matrimonio dos veces, aquí todo el mundo sabia que hacer y donde estar como en una obra de teatro, hasta sus cuñadas corrían a llenar de arroz los bolsillos de los invitados.

Mira de nuevo su reloj, su padre se acerca a arreglarle el nudo de la corbata como simple pretexto, quiere saber si pasó algo. Las damas de honor están en ascuas e invitados y familiares empiezan a impacientarse, sobre todo en el momento en que uno de sus pajecitos cae cuan largo es, en el pasillo central de la iglesia y empieza a llorar bramando con fuerza sobre humana. De verdad que el ambiente era pesado, insoportable, ante la mirada atónita de sus hermanas y la sonrisa socarrona  de sus amigos, no tuvo más remedio que salir a la puerta de la iglesia.  

Contaba los minutos en los dedos de sus manos, miraba de arriba a abajo la calle, los autos estacionados, los últimos invitados ingresando a la iglesia, su tío fumándose un cigarrillo, su mejor amigo hablándole de algo que no entendía y ante tal situación tan exasperante tomó la decisión de ir a buscarla hasta la casa. Ya no le importaba sus familiares o sus amigos, mucho menos la burla o los costos, quería saber que pasó, lo único que quería era saber que ella estaba bien, nada más.

Con la agitación había olvidado decir que se iba a buscarla, pero cuando llegó a la casa ya en la puerta vio al padre, su futuro suegro, de pie con la mirada perdida y al verlo descender del auto estalló en llanto.

Todo se vino a su mente, recorrió un centenar de posibilidades, pero al ver así a ese señor lo tomó del brazo antes que le diera un patatús en esas gradas, ya en la sala tomándose un whisky puro leyó la nota que decía: “Que pena con todos, que pena contigo, pero hace rato que decidí irme a la guerrilla. No me busquen. ¿Cuándo entenderán que existe algo más que lo que ustedes quieren? Daría mi vida porque lo entendieran”.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario